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Martín pasó por el puente del Azucarero contemplando el agua verdosa del río. Al llegar a la plazoleta donde comienza la Rua Mayor del pueblo viejo, Martín se detuvo frente al palacio del duque de Granada, convertido en cárcel, a contemplar una fuente con un león tenante en medio, en cuyas garras sujeta un escudo de Navarra. Estaba allí parado, cuando vió que se le acercaba el extranjero.

Ciento cincuenta años antes de la época citada, esto es, por el año 1300, ya se habían separado las aldeas de la villa, en lo tocante a los asuntos puramente administrativos, formando su concejo independiente al que se llamaba el Común de las aldeas, sin que para evitar esta separación bastara la influencia del mismo Rey de Navarra, lugarteniente del Reino que en 1450 fue a Teruel; al fin terminó todo en 1601, pues se deslindaron por el Rey los derechos de cada parte.

Salvador habría podido pasar por la muestra de aquel humano reló 18, pues su cara no expresaba nada, a no ser la inmutable tristeza de un horario. ¿Qué contaba Zorraquín? Las hazañas de Zumalacárregui, que era el asunto obligado en Pamplona y en toda Navarra.

Los artistas se amparaban bajo su manto; hallaban en ella la mano que los sostenía y la luz que los guiaba. En torno suyo juntábase lo más selecto que el arte español había producido en los últimos tiempos, formando un divino cenáculo sólo comparable al que la reina de Navarra presidía allá en los tiempos de la Edad Media.

Desde luego no había, entre todos los valles que yo conocía de peñas al mar, uno tan extenso ni de tanta luz como aquél; y ya, puesto a comparar, me atreví a hallarle más semejante, en sus líneas y en la austeridad de su color, a los valles de Navarra cuando aún verdeguean en el campo sus sembrados.

El barón hizo notar á Roger, que contemplaba admirado tan hermoso cuadro, el contraste que desde aquella altura presentaban las áridas llanuras gasconas del norte con las verdes praderas y las colinas pintorescas de la tierra navarra.

Cerca de ella estaba sentado un coronel joven, recién venido de Madrid, después de haberse distinguido en la guerra de Navarra. La condesa, que no era hipócrita, tenía fijada en él toda su atención. El general Santa María los miraba de cuando en cuando, mordiéndose los labios de impaciencia.

El Príncipe despeñado. Dos partidos disputan en la corte de Navarra después de la muerte del rey García: uno, el de D. Sancho, hermano del muerto, que pretende sucederle, y otro, el que defiende los derechos de su hijo, aún no nacido. A su cabeza se hallan los hermanos Guevara, sosteniendo D. Martín las pretensiones de D. Sancho, y D. Ramón los derechos del Príncipe, cuyo nacimiento se espera.

Los desfiladeros de Navarra seguían en manos del vacilante Carlos, que había tratado de negociar á la vez con Enrique de Castilla y con Eduardo de Inglaterra; pero la mano de hierro del Príncipe Negro le obligó á ceder y dejar libres los pasos de la cordillera.

Con todo, hizo lo que suelen las gentes que gustan de seguir su inclinación sin contraer responsabilidad: asesorarse con algunas personas acerca del asunto, esperando que su aprobación le escudase. Hubo de salirle frustrado el intento. El Padre Urtazu, consultado primero, exclamó con su franqueza navarra: A gato viejo rata tierna.