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Actualizado: 18 de mayo de 2025


La muchedumbre sintió que se desvanecía su vengativa animadversión contra el toro. No se revolvía mal; atacaba. ¡Olé! Y todos saludaron con entusiasmo los pases de muleta, envolviendo en la misma aprobación al lidiador y a la fiera. Quedó el toro inmóvil, humillando la cerviz y con la lengua pendiente.

Había sido un suicida con suerte en los primeros tiempos, cuando necesitaba crearse un nombre, y la gente no transigía ahora con su prudencia. El insulto acompañaba siempre a sus intentos de conservación. Apenas tendía la muleta ante el toro a cierta distancia, estallaba la protesta. ¡No se arrimaba! ¡tenía miedo!

El toro le embistió: sin hacer más que un ligero movimiento, él le pasó de muleta, y volviendo a quedar en suerte, en cuanto la fiera volvió a acometerle, dirigió la espada por entre las dos espaldillas de modo que el animal, continuando su arranque, ayudó poderosamente a que todo el hierro penetrase en su cuerpo, hasta la empuñadura. Entonces se desplomó sin vida.

El maestro, plantando su muleta ante los ojos del toro, fue echando atrás tranquilamente con la punta de la espada los palos de las banderillas que le caían sobre el testuz. Iba a «descabellarlo». Apoyó la punta del acero en lo alto de la cabeza, buscando entre los dos cuernos el sitio sensible.

Y sus pases de muleta fueron acompañados de ruidosas exclamaciones de entusiasmo, mientras en el graderío se reanimaban los partidarios, increpando a los enemigos. ¿Qué les parecía aquello? Gallardo se descuidaba algunas veces, lo reconocían... ¡pero la tarde que él quería! Aquella tarde era de las buenas.

D. Gaspar era un hombre alto, seco, con el rostro lleno de manchas coloradas que delataban su juventud borrascosa, el pelo ralo, la barba, que gastaba al uso de Espronceda, Larra y los literatos del treinta al cuarenta, entrecana y erizada, las manos y los pies descomunales, tan apretados por los callos estos últimos que el poeta andaba apoyado siempre en una muleta y doblado fuertemente por el espinazo.

El espada saludó ante el palco abriendo los brazos con el estoque y la muleta, mientras las manos de doña Sol, enguantadas de blanco, chocaban con la fiebre del aplauso. Luego, un objeto rodó de espectador en espectador desde el palco hasta la barrera.

Aseguraba que tenía gran semejanza fisionómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.

¡Por el rabo de Satanás! exclamó uno, mirad la arrogante muleta que usa este viejo. No te apoyes tanto en la chica y más en tus piernas, abuelo. ¡Cómo se entiende! dijo otro arquero. Los soldados del rey sin una muchacha que los mire, porque los viejos franceses se las llevan de paseo. ¡Vente conmigo, reina!

Siguió adelante hasta llegar cerca de la fiera, y allí desplegó la muleta, dando aún algunos pasos más, como en sus buenos tiempos, hasta colocar el trapo junto al babeante hocico. Un pase; ¡olé!... Un murmullo de satisfacción corrió por los tendidos. El niño de Sevilla volvía por su nombre; tenía vergüenza torera. Iba a hacer alguna de las suyas, como en los mejores tiempos.

Palabra del Dia

bagani

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