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Pronto llegaron al vapor tres o cuatro caballeros de Honda, el señor Hallam, el Sr. Montero y varios otros, que se pusieron en el acto a nuestra disposición con una fineza y buena voluntad que agradezco aquí públicamente, animado de la esperanza de que estas líneas tengan la suerte feliz de caer bajo sus ojos.

La compañía de García Delgado cantaba el himno nacional y representaba la Flor de un día, de Camprodón. ¡Oh, Flor de un día! ¡Oh, Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasía excéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragó los miriñaques y el peinado de bananas? ¿No era Lola la más encantadora y la más romántica de las mujeres? ¿No tenía Diego el contorno poético del amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barítono de zarzuela triste?

Todavía hay en Santiago quien recuerda a Montero Ríos guiando por las calles un rebaño de cerdos. Más tarde guió electores. Luego, diputados... . Los cerdos llevaban aquí una vida completamente patriarcal. Cuando les llegaba su San Martín, berreaban horriblemente y estiraban una pata, que era un jamón. Morían dolorosamente, pero sin remordimientos de conciencia.

Oprimido por la vergüenza y el temor, me despedí del Padre Montero, y olvidando por completo la búsqueda de documentos que a la Catedral me había llevado, dirigí mis pasos lentamente hacia mi alojamiento. Renuncio a describir mi estado de ánimo durante el resto de aquel día.

El montero de Espinosa salió, y al atravesar el corredor que conducía al claustro, dijo: ¡Es extraño! ¡ponerse malo de repente! ¡y á me parece que está muy bueno! ¿qué habrá aquí? Apenas había salido Alonso del Camino de la celda, cuando salió de la alcoba el tío Manolillo.

En varias mesas puestas bajo el ombú grande, se había improvisado la cantina, gratis, atendida por Rufino a pedido de Melchor, con la recomendación de dar preferencia al despacho de limonada gaseosa. Terminadas las carreras se organizó el baile designándose bastonero al viejo Montero que aceptó el cargo diciendo: ¡La primera pieza «pal» patrón!...

Venid, arquero; ya podéis despediros de vuestro cobertor, y por lo menos de un par de huesos que voy á romperos contra el suelo. Eres todo un hombre, cabeza roja, exclamó el arquero con gran risa, poniendo á un lado su jarro y apretando el ancho cinto de cuero. Esperad, un momento, dijo un montero.

Los comensales llegaron al monte en el que habitualmente no se oía más ruido que el cantar de los pájaros y el seco «tac» de los duraznos que caían, de las ramas al suelo, en el último grado de madurez. ¡A ver gritó un viejo paisano, bajo, grueso, apellidado Montero, si echan reses a la playa!

Montero recitaba sus famosos endecasílabos. La Flor de un día terminaba en medio de calurosos aplausos; la concurrencia evacuaba aquel antro que se llamaba teatro y en la puerta estallaban los vivas entusiastas y patrióticos del pueblo.

Los circunstantes entonces, con una gran finura, han confirmado que, en efecto, no se me notaba nada el que yo fuese gallego. Y luego no ha faltado nunca alguien que dijese: Si hay gallegos «muy bien». ¡Cuando un gallego sale listo!... ¡Ya lo creo! ha añadido algún otro señor en este momento . Hay gallegos que llegan a ministros y todo. Ahí tiene usted a Besada. Y a Montero Ríos...