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Actualizado: 19 de noviembre de 2025
Tirso acertó antes que otro a encauzar su docilidad, y la buena mujer no ofreció resistencia, porque no hubo lucha en su espíritu ni asomo de contradicción entre las creencias propias y los consejos que escuchaba: el hijo cura no tuvo que desarraigar otra planta para sembrar en aquella tierra virgen; bastó que dejase caer la semilla: doña Manuela empezó a manifestarse devota con esa religiosidad externa que se ciñe a fórmulas preconcebidas y rezos como estereotipados para que las generaciones los repitan inconscientemente.
Todos tenían excitado el apetito por el paseo y el baile, y miraban con el rabillo del ojo la puerta por donde entraban las criadas. Señores, tendrán ustedes que perdonar decía doña Manuela con aire de castellana hospitalaria . Estamos en el campo y hay que conformarse con lo que traigan. Aquí no se pueden hacer milagros. En fin, harán ustedes penitencia.
La doña Manuela posterior a la llegada de Tirso, parecía borrada de la imaginación de Pepe, surgiendo en su lugar la madre amantísima, la de antes, como si le repugnase considerar nada que aminorase la grandeza del bien que iba a perder.
Y obsesionada por estos recuerdos, doña Manuela permanecía inmóvil en la esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las miradas poco respetuosas que alguno que otro transeúnte le dirigía.
Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a ocupar su asiento, mirando a lo alto con una expresión desesperada.
Si don Modesto dejaba caer una aceituna en el mantel, Rosita se estremecía; si una gota de vino tinto, lloraba. Su abstinencia y su sobriedad llegaban a los límites de lo posible, y daban a entender que quería rivalizar con Manuela Torres, la famosa mujer del pueblo de Gansar, que había muerto recientemente después de haber vivido cuarenta años sin comer ni beber.
Era un tipo esencialmente madrileño; masa que el tiempo y la fortuna modelan a su antojo con las suaves líneas de la dama o con los rasgos graciosamente duros de la chula. Hasta la voz indicaba en ella el germen de este dualismo: unas veces su timbre hería desagradablemente el oído, otras lo halagaba con singular dulzura. Ven, Leo, vamos a traer a papá dijo desde el gabinete doña Manuela.
El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no haber usado jamás sombrero, contentándose con la gorrilla de seda, que, según él, era el símbolo de la honradez, la economía y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y cachazudo.
Doña Manuela, que le había tenido tanto tiempo a su voluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le habían cambiado su hijo, según ella decía con el tono quejumbroso de una madre resignada. Y el tal cambio consistía en haberse negado Juanito varias veces a darla dinero para salir de pequeños apuros. Esto indignaba a doña Manuela.
No; él no tenía madre. Los otros, los de Pajares, eran los legítimos vástagos de doña Manuela, su fiel retrato en lo moral.
Palabra del Dia
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