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Deme usted una envidia tan grande como una montaña, y le doy a usted una reputación más grande que el mundo... Adiós; me voy al Congreso. ¿No sabe usted que se han sublevado los maceros?... Abur, abur». El médico hace a su compañero la expresiva seña de no tiene remedio, y pasa adelante.

Su blanca barbilla de chivo viejo estremecíase de entusiasmo al acariciar aquellas gargantas vírgenes que, según él, le pertenecían. «¡Todo por el arte!» Y esta divisa de su vida le hacía simpático al doctor Moreno. Ese Boldini quiere a mi Leonora como a una hija decía el médico cada vez que el maestro elogiaba la belleza y el talento de su discípula, profetizándola triunfos inmensos.

Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual de Pepita. El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa.

También le dolía en el alma una separación así, sin despedida; pero no tenía valor para intentarla, y nosotros nos guardábamos muy bien de estimularle a vencer sus resistencias: al contrario, le manteníamos en ellas pintándoselas como muy justificables, y encomendábamos a los que de ordinario le acompañaban en la cocina la caritativa labor de entretenerle y animarle, como hacíamos a menudo el médico y yo con Mari-Pepa y Lituca, que no le perdían de vista ni desconocían la importancia de aquella crisis excepcional, a una edad y un temperamento como los suyos.

Tal es la excelencia de las buenas acciones, que a veces el favor que se hace en obsequio de uno redunda en provecho de muchos, y así sucedió en este caso, porque cuando su clientela adinerada y elegante de Madrid supo que Ruiloz iba aquel año de médico a Saludes, allá se fueron tras él muchas familias de la corte; unas por tener cerca a su doctor favorito, y otras esperanzadas en que, no hallándose tan cargado de trabajo, podrían consultarle más despacio, con lo cual acudió tanta gente, que todo el verano fue agosto para el humilde lugarejo.

Detrás de él aparecieron dos caballeros con levita y sombrero de copa. El uno alto, rubio, con larga barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, fisonomía abierta y simpática; joven aún. El otro más bajo y más delgado, de color enfermizo, barba rala y gafas. El primero era un médico distinguido de la población.

Las dos mujeres quedaron solas cerca de su huésped, un poco inquietas, á pesar de los buenos presagios del médico, por aquella prolongada inmovilidad. Le miraban en silencio y el interés que les inspiraba su estado resultaba aumentado por una singular simpatía causada por la dulzura de su cara.

Fernando y Salvador se abrazaron cordialmente; contaban una misma edad y habían hecho juntos algunas memorables jornadas infantiles. Cuando entró Narcisa en la sala, Salvador no pudo remediar cierto azoramiento mortificante, que ella interpretó a su antojo. Llevaba el médico en la solapa una blanca margarita del jardín de Luzmela.

Sus parientes de Barcelona, mercaderes de ágil entendimiento para la evaluación de una fortuna, sumaban lo que habían dejado el notario y su esposa, y añadiendo lo de Labarta y el médico, casi llegaban á un millón de pesetas... ¿Y un hombre con tanto dinero iba á seguir viviendo lo mismo que un pobre capitán que necesita el sueldo para mantener á su familia?...

Es notable la escena, en que el médico judío Don Maix intenta envenenar al Rey á ruego del almirante de Castilla.