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Actualizado: 1 de junio de 2025
Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores.
Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy.
Diciendo esto, desabrochó el mas lindo seno que pudo formar naturaleza; un capullo de rosa sobre una bola de marfil parecia junto á él un poco de rubia que colora un palo de box, y la lana de los albos corderos que salen de la alberca era amarilla á su lado.
Sus manos eran quizás un poco cortas, pero blancas como el marfil, con los dedos redondos, ondulosos, regordetes, en los que, no obstante, se adivinaba la garra. Su pie era el pie corto de las andaluzas, redondeado, lo mostraba tal como era y no cometía la tontería de usar botas largas.
Sobre la cabecera de su cama colgaba un crucifijo labrado en marfil. Había en la habitación dos cuadros cuyo asunto era triste. Uno de ellos, titulado "L'Oubliée", figuraba dos amantes que se besaban cerrando los ojos mientras la muerte, un fantasma vago, invisible para ellos, se acercaba a contemplarles.
En torno de las sienes calvas, con la amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas inquietas.
Las paredes cubiertas de tapices soberbios, los mejores de la colección que la familia poseía; los muebles flamantes, estilo Luis XV, traídos de Madrid con la magnífica cama de ébano incrustada de marfil que se veía en la alcoba, en los primeros meses del matrimonio, cuando D. Pedro se esforzaba inútilmente en ganar el corazón de su joven esposa.
Y el cubo de esta rueda era un cráneo, blanco, limpio, brillante, como si fuese de marfil pulido; un cráneo enorme lo mismo que un planeta, que permanecía inmóvil, mientras todo giraba en torno de él; un cráneo luminoso como la luna, que con sus negras oquedades parecía gesticular malignamente, burlándose silencioso de todo este movimiento. La rueda giraba y giraba.
Worth firmaba los tapados como un pintor sus cuadros; en los colores mismos se había operado una revolución; nada de celeste y blanco como antes, nada de color rosa: una mujer del gran mundo no estaba bien vestida sin llevar un medio color indeterminado en los siete de la paleta; oro y plata viejos, óxido, y marfil antiguo.
Es celos lo que imagino; Que no es celos lo que sé: 940 Cosa que pienso que fué, Y que en mi daño adivino. Por poco tuviera calma La nave de tu deseo. Entro, y á doña Ana veo, 945 Venus de marfil con alma. ¿Cómo te podré pintar De la suerte que la ví? Cultas musas, dadme aquí Un ramo blanco de azahar 950 De las huertas de Valencia Ó jardines de Sevilla.
Palabra del Dia
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