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Actualizado: 28 de junio de 2025
...¡al contrario!... vi que la «Pampita» estaba sentada en el corredor, leyendo, y tan absorbida en la lectura que no me sintió llegar hasta que estuve junto al corredor, bajo ese aguaribay grande, ¿se acuerdan? que está a la derecha.
Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa, D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porque estuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leía algo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud prevenida y hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frases relumbrantes.
Y, diciendo y haciendo, tomó en la mano una rima de vueltas de cartas viejas, cuyo bulto se encaminaba más a pleito de tenuta que a comedia, y arqueando las cejas y deshollinándose los bigotes, dijo, leyendo el título, de esta suerte: Tragedia Troyana, Astucias de Sinón, Caballo griego, Amantes adúlteros y Reyes endemoniados.
Ni juegos ni músicas me eran gratos; no paraba yo atención en la hermosura de mis paisanas, ni en la elegancia y gallardía de Gabriela. ¿No vas a las rifas? decían mis tías. No me divierto; prefiero quedarme en casa, leyendo o conversando con ustedes. ¡No pareces muchacho, Rorró!... replicaba la enferma.
Leyendo el relato de estos crímenes pensaba en su mujer y en sus hijos, imaginándose que podían haber estado en aquel vapor, sufriendo la misma suerte de sus inocentes pasajeros.
En seguida se sentó junto á la mesa, y abrió su libro de devociones. No tardó mucho un gentilhombre en decir á la puerta de la cámara: Señor: don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, señor de la Torre de Juan Abad. Y pobre dijo entrando en la real cámara Quevedo. Se detuvo el gentilhombre y Quevedo adelantó. El rey seguía leyendo, como si no hubiera visto á Quevedo.
El rico-hombre se aproxima á él temeroso, é intenta arrojarse á sus pies; pero el Rey lo mira con desprecio y continúa leyendo. Don Tello balbucea que ha venido, llamado por orden del Rey; Don Pedro le pregunta quién es, pero no escucha su respuesta.
Había llegado a tal extremo el terror de Reyes respecto a lo que debía a los Valcárcel, que nunca se tomaba el trabajo de sumar las cantidades que no había reintegrado a la caja; contando los siete mil reales del cura de la montaña, le parecía aquello un dineral. Tanto que, a veces, leyendo en los periódicos lamentaciones acerca de la deuda del Estado, se turbaba un poco acordándose de la suya.
Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no quieren ustedes enterarse de ello, no se enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así: «...una superchería poco digna de personas como vos.
Luego volvió á la lectura, pero en su dormitorio, acabando por acostarse con el libro en la mano. Sonrió con una sonrisa que parecía una mueca al pensar que su fatiga nerviosa le había hecho tenderse en la misma postura de los muertos. Fué pasando las páginas, sin perdonar una sola línea, y sin embargo no podía decir qué es lo que estaba leyendo.
Palabra del Dia
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