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Actualizado: 1 de julio de 2025
Esta mañana á las nueve, llamaba yo á la puerta del señor Laubepin, esperando vagamente que alguna casualidad hubiese acelerado su regreso, pero me dijeron que no le esperaban hasta la mañana siguiente; ocurrióme de pronto acudir á la señora Laubepin y participarle el apuro á que me reducía la ausencia de su marido.
En el momento mismo, en que el señor Laubepin me propuso este empleo, todos mis instintos, todos mis hábitos se sublevaron violentamente contra el carácter de dependencia particular, inherente á tales funciones. Había creído, sin embargo, que era imposible rechazar el empleo sin esquivar, al parecer, las solícitas diligencias del anciano en mi favor.
Hubo un momento de silencio. Nos sentamos. Máximo dijo entonces el señor Laubepin ¿está usted siempre en las disposiciones en que lo dejé? ¿Tendrá usted valor para aceptar el trabajo más humilde, el empleo más modesto, con tal que sea honorable, y que asegurando su existencia personal, aleje de su hermana, en lo presente y en lo porvenir, los dolores y peligros de la pobreza?
Señor Laubepin, conque ha dejado usted la plaza de Petits Pères, esa querida plaza de Petits Pères. ¿Ha podido usted decidirse á ello? ¡No lo habría creído jamás!... Verdaderamente, señor marqués respondió el señor Laubepin, es una infidelidad que no corresponde á mi edad; pero cediendo el estudio, he debido ceder también la casa, atendiendo á que un escudo no puede mudarse como una muestra.
Por lo demás, no se trata de eso; tenga usted á bien continuar. Pues bien prosiguió el señor Laubepin, viendo que en general se marchaba á esta boda como á un convoy fúnebre, busqué algún medio á la vez honorable y legal, si no de volver al señor de Bevallan su palabra, al menos de hacérsela recoger.
El anciano me esperaba delante de la puerta de su pequeño salón: después de una profunda inclinación, tomó ligeramente mi mano entre sus dos dedos y me condujo frente á una señora anciana, de apariencia bastante sencilla, que se mantenía de pie delante de la chimenea: ¡El señor marqués de Champcey d'Hauterive! dijo entonces el señor Laubepin con su voz fuerte, tartajosa y enfática: luego de pronto, en un tono más humilde y volviéndose hacia mí: La señora Laubepin dijo.
Me decidí, pues, á dejar ignorar á la señorita de Porhoet, un descubrimiento cuyas consecuencias me parecían ser muy problemáticas y me limité á remitir el título al señor Laubepin. No recibiendo contestación alguna, no tardé en olvidarlo en medio de los cuidados personales que me abrumaban entonces.
Gentleman, si le parece interrumpió la señorita de Porhoet con un acento severo. Gentleman continuó el señor Laubepin, aceptando la enmienda: pero es una especie de gentleman que no me gusta. Ni á mí dijo la señorita de Porhoet.
¡Hijo mío, mi querido hijo!... Luego miró fijamente á Laubepin.
A pesar de la reserva que caracterizaba este documento, no me ha sido inútil; conocí que se iban disipando con el horror de lo desconocido, parte de mis aprensiones. Por otro lado, si había como lo pretendía el señor Laubepin, dos almas cándidas en el castillo de Laroque, era seguramente más de lo que había derecho á esperar, sobre una proporción de cinco habitantes.
Palabra del Dia
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