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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Por otra parte, tampoco Miguel era de natural melancólico, como ya sabemos; Julia y él se entendían admirablemente para bromear, reír, bailar y hasta brincar por la casa. Y como la alegría es contagiosa, algunas veces, muy pocas, también la brigadiera participaba de ella y sonreía a sus juegos.

Aquel odio hacia Clotilde que Julia no podía encubrir ¿era expresión más o menos exagerada de desprecio y superioridad, o era el rencor de un alma a quien se habían cerrado las puertas de la dicha? En una palabra, ¿habría Julia sentido por Molínez un amor tibio y pasajero, ya extinto, o una de esas pasiones que en la adversidad se exacerban y llenan toda la vida?

Su tía doña Carmen, madre de Clotilde y suegra de Molínez, parecía fiar y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa, tratándola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y respeto.

Todo el mundo, pasándose de listo y sin recordar que en aquella casa había dos mujeres, una soltera y otra casada, creía o fingía creer que el médico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ésta podía dormir tranquilo. Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que llegó a Saludes con la suegra de Molínez.

Yo también estaba acostumbrada al calor cuando vine hace años, y sin embargo no me ha hecho daño;... depende de las naturalezas... ¿Pero Julia se ha puesto mala aquí? preguntó Miguel, aunque ya lo sabía. Ha tenido un catarrillo pertinaz, pero la he mandado a Mejorada unos días con mi prima Rafaela, y se ha puesto buena.

Julia, distraída yo no en qué confusa aspiración, parecía observar atentamente la partida del barco que maniobraba para hacer rumbo. Traté de cerrar los ojos, no quería mirar más, hice sinceros esfuerzos por olvidar. Me fui a sentarme a proa, sin sombra, apoyada la cabeza en el bauprés que abrasaba.

Aquella misma noche, antes de separarnos, estando yo presente, le escribió a su marido. Le aviso al señor de Nièvres que está usted aquí me dijo. Y me di cuenta de lo que semejante precaución, tomada en mi presencia, implicaba de escrúpulos y resoluciones leales. No había visto a Julia. Estaba débil y agitada.

Estaba fatigada. Las huellas del cansancio rodeaban sus ojos prestándoles ese brillo extraordinario que causa el insomnio después de las fiestas nocturnas. El señor De Nièvres y el señor D'Orsel seguían jugando. Ella estaba sola con Julia y yo delante de ella apoyado en el brazo de Oliverio.

Ruiloz quedó solo e inmóvil en el andén, al borde de la vía... triste, atormentado de mil cavilaciones; pero pronto abrió el alma a la esperanza, porque Julia permaneció asomada a la ventanilla hasta perderse el tren de vista en una curva que comenzaba junto a la salida de agujas.

La diligencia que Oliverio me encargara tenía, pues, para una significación muy grave, aunque él no me había revelado más que la mitad, como se hace con un agente diplomático a quien no se quiere enterar a fondo de ciertos secretos. Me informé con particular cuidado del origen y de la hora de la indisposición de Julia.

Palabra del Dia

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