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La fecha de la clausura estaba cercana, y el médico no decía palabra de volver a la corte; si alguien le hablaba del regreso, respondía con evasivas: pero como nadie se engaña a mismo, harto persuadido estaba de que Julia, únicamente ella, era quien le retenía allí. Por fin se marcharon de Saludes hasta los criados y camareros: no quedaron en el lugar más que la familia Molínez y el doctor.

Transcurrido un mes, todos los habitantes del balneario sabían que la señora de Molínez estaba muy aliviada, y que, sin embargo, el doctor cada día pasaba más tiempo en su casa, con lo cual hallaron fundamento las suposiciones de los malévolos y ocupación las lenguas de los murmuradores. «Las enfermedades del corazón deben de ser contagiosas cuentan que dijo un chusco porque desde que llegó esa señora de Molínez el médico está muy grave

Su tía doña Carmen, madre de Clotilde y suegra de Molínez, parecía fiar y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa, tratándola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y respeto.

Sin duda Molínez tenía, o halló, modo de justificar el viaje de su madre política, pues le telegrafió para que acudiese a Saludes, donde llegó a las treinta horas, acompañada de una mujer entrada en años, que era su ama de llaves, y de una señorita de gracioso rostro y gentil figura a quien llamaba Julia.

Todo el mundo, pasándose de listo y sin recordar que en aquella casa había dos mujeres, una soltera y otra casada, creía o fingía creer que el médico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ésta podía dormir tranquilo. Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que llegó a Saludes con la suegra de Molínez.

Las habitaciones que servían de albergue a los Molínez eran espaciosas y estaban amuebladas a estilo de pueblo, contrastando con la vetustez y modestia de cuanto había en ellas el aspecto moderno y la riqueza de los utensilios, ropas, neceseres y estuches de los madrileños: un saco, una manta de viaje valían más que todo lo puesto a su disposición por el huésped.

Segunda: ¿cree V. que doña Carmen apoyará mis deseos? Cuando me ha permitido venir aquí, es que ha visto en V. un hombre honrado para su Julia. Pues si es así, yo aprovecharé la primera ocasión que se me presente propicia para hablar con Julia. ¡Con tal de que su antiguo amor hacia Molínez no sea una verdadera pasión! Se me figura que no; eso V. lo averiguará.

Pocos días bastaron para que los Molínez y el doctor simpatizaran: entre los atractivos personales de éste y el agradable trato de aquéllos, que se esforzaban en atraerle y agasajarle en beneficio de la enferma, pronto se hicieron amigos.

Aquel odio hacia Clotilde que Julia no podía encubrir ¿era expresión más o menos exagerada de desprecio y superioridad, o era el rencor de un alma a quien se habían cerrado las puertas de la dicha? En una palabra, ¿habría Julia sentido por Molínez un amor tibio y pasajero, ya extinto, o una de esas pasiones que en la adversidad se exacerban y llenan toda la vida?

Fue el doctor a visitarla, preguntó cuanto creyó conveniente, hizo los reconocimientos propios del caso, infundió ánimo en el abatido espíritu de aquella señora, que además de joven era hermosa, y luego, llegada la noche, y en vista de las reiteradas súplicas que Molínez le hizo para saber el verdadero estado de su mujer, le habló de este modo mientras paseaban por el jardín del balneario.