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El mar golpea por todos lados sus murallas; el cielo la cobija con un manto siempre límpido y azul; y los mil penachos flotantes de sus cocoteros hacen admirable juego con las altas torres de sus venerables templos medio arruinados, tristes y ennegrecidos por el tiempo.

Por eso evito estar sola, por eso juego y necesito ver gente, hablar, huir de mis pensamientos... Después sólo he recibido una postal de mi hijo, sin fecha, sin el lugar de procedencia, que dice casi lo mismo que las otras.

Recordaba que, hacía ya tres o cuatro años, dos portugueses, uno de los cuales se llamaba Ruy Falero, habían ido a ofrecerse al soberano de España para ir a la India, navegando hacia Occidente, salvando el mundo de Colón y surcando juego el ancho mar descubierto por Balboa. ¿Llevaría la nave Victoria por capitán al mencionado Ruy Falero?

Iba a probarle Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral.

Eran atraídos por el olor apetitoso y agradable de los pasteles, que corría por todo el rancho, y que al penetrar por la nariz ponía en juego las glándulas salivales y hacía caer los estómagos en sueños deleitosos y en éxtasis bucólicos.

Era preciso humillarlo: esto no era malo; era un juego; siempre se empieza jugando. Cómo se acaba no lo diré; pero así acabó Adela, como se acaba siempre. La mala suerte de mi amigo quiso que entre tanto marido como llega a una edad avanzada diariamente con la venda de himeneo sobre los ojos, él sólo entreviese primero su destino, y lo supiese después positivamente.

La posibilidad de que Dunstan le hubiese hecho la mala pasada de marcharse con Relámpago, para volver al cabo de un mes, después de haber perdido su precio en el juego o de haberlo disipado, de otra manera, era un temor que lo importunaba todavía más que la idea de un accidente desgraciado.

Pues y los doscientos cincuenta mil que murieron en la guerra de la Independencia, en la del 23 y en la de los agraviados, ¿qué dirían a esto? ¡Justicia divina! si la mente de Fernando VII se poblaba con estas cifras en aquel tristísimo fin de su reinado y de su vida, ¡qué horrible mareo para hacer juego con la gota! ¡Qué insoportable peso el de aquella corona carcomida!

Ya habían visto; ya podían afirmar que Monte-Carlo no guardaba secretos para ellos. Los empleados de levita negra abrieron una de las mamparas, saludando al príncipe como á un antiguo conocido. Era la primera vez que entraba en los salones de juego después de su vuelta.

Isidro los contempló con un desprecio admirativo. Empezaban su tarea diaria, que había de concluir pasada media noche, sin más intervalos que los de las comidas. «¡Qué gentes! pensó . Hacen el viaje sin saber dónde están, sin haber echado una mirada al mar. En el comedor comentan entre bocado y bocado los incidentes del juego.