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Actualizado: 19 de junio de 2025


Los campos de China durante más de dos siglos, la invasión de Manila por los piratas que hacían temblar al Celeste Imperio, y más tarde la gran bahía llena de naves inglesas, son imperecederas epopeyas en que las órdenes monásticas han vertido su sangre, su persuasión y sus caudales. El cosmopolitismo del bien, volvemos á decir, está sintetizado en el convento.

Anque era tiempo de paz, y nuestro capitán, D. Miguel de Zapiaín, parecía no tener maldito recelo, yo, que soy perro viejo en la mar, llamé a Débora y le dije que el tiempo me olía a pólvora... Bueno: cuando las fragatas inglesas estuvieron cerca, el general mandó hacer zafarrancho; la Fama iba delante, y al poco rato nos encontramos a tiro de pistola de una de las inglesas por barlovento.

Poco fecunda fue España en novelistas durante todo el siglo XVIII y los dos primeros tercios del XIX. Las novelas inglesas y francesas traducidas al castellano, casi bastaban para el consumo, ya publicadas en los folletines de los periódicos diarios, ya propinadas en tomos.

Tiene ventanas anchas como las casas salvadoreñas, y un balcón de madera muy hermoso, el pabellón del Salvador, que es país obrero, que inventa y trabaja fino, y en el campo cultiva la caña y el café, y hace muebles como los de París, y sedas como las de Lyon, y bordados como los de Burano, y lanas de tinte alegre, tan buenas como las inglesas, y tallados de mucha gracia en la madera y en el oro.

Me las hube con los súbditos del rey de Castilla en el mar, cuando su flota vino á retarnos en Chelsea, y allí tuvimos con ellos un zafarrancho de mil demonios, en el que participaron ochenta naves inglesas y españolas. Y ahora que he contestado á tus preguntas, mocito, voy á hacerte una proposición.

Brotó entonces del grupo de inglesas ese enérgico silbido que en todos los idiomas significa: «¡Silencio!: cállense ustedes, y oigan, o dejen oír siquieraLas españolas se dieron al codo, y prosiguieron impertérritas con sus cuchicheos. ¿No veis aquello? decía Lola Amézaga. ¿El qué... el qué... el qué? preguntaron todas. ¿Qué ha de ser?, Albares.

Más alta que su esposo, tenía la mirada dominante y la robustez física que había hecho posibles las heróicas proezas de Agnes Dunbar, de las condesas de Salisbury y de Monfort y de otras damas inglesas que habían demostrado ser tan animosas como sus nobles maridos llegada la ocasión, y poco menos expertas que ellos en el manejo de la espada ó del hacha de combate.

Sin ser una belleza, muchas veces más perjudicial que útil a quien la atesora, es agradable y graciosa, tiene una figura admirable, y una cabellera como hay pocas; de educación esmerada, mucho talento e ingenio superior; pertenece a una familia notable de Inglaterra muy bien relacionada y emparentada; sin ser rica, su madre, que es viuda, tiene una posición desahogada; la joven es hija única; su padre fue coronel de las milicias inglesas durante las amenazas de la invasión bonapartista.

Aquella bahía estaba concurridísima. En ella había naves inglesas y francesas, de Holanda y de las ciudades anseáticas, de Aragón y de Castilla, de Génova y de Venecia y de otras Repúblicas y principados de Italia.

Ciertas parejas inglesas deleitábanse pacientemente con las aventuras de correctos personajes, bien vestidos y de buena renta, relatadas en novelas de cuatro volúmenes en las que no ocurría nada, absolutamente nada.

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