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Actualizado: 23 de septiembre de 2025


Una respiración de carne blanca, atocinada y sudorosa, revuelta con el hedor del cuero, flotaba sobre los regimientos. Todos los hombres tenían cara de hambre. Llevaban días y días caminando incesantemente sobre las huellas de un enemigo que siempre conseguía librarse. En este avance forzado, los víveres de la Intendencia llegaban tarde á los acantonamientos.

El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general: «¡Esto es carne!...» Poco después decían á coro: «¡Esto es tomate!...» Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: «¡Ahora son guisantes!» y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fuese un coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedor insufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.

La techumbre de la cocina ostentaba como remate una tinaja rota, que servía de chimenea. El almacén exhalaba un hedor de polvo, huesos en putrefacción y ropas corrompidas, junto con ese vaho indefinible de las casas viejas largamente cerradas. Un zumbido de moscas pegajosas vibraba en la obscura profundidad de las chozas.

Su cuarto era a modo de un lugar de reunión, por donde pasaban durante el día los aficionados más célebres de la ciudad. El humo de los cigarros mezclábase al hedor del yodoformo y otros olores fuertes. En las mesas asomaban entre los frascos de medicamentos y los paquetes de algodones y vendajes las botellas de vino con que eran obsequiados los visitantes.

Vivían pacíficamente; pero ella sentía la inquietud de la mujer europea que se ve trasladada a una población de África, entre gentes que parecen sumisas, pero que pueden sentir de pronto la hostilidad de la raza. Isidro se reía de sus preocupaciones. ¿Dónde mejor que allí? Era cierto que el río olía mal, pero ya se habituarían a este hedor de los residuos de la villa.

Los que sentían sed, pasaban del calor asfixiante de la gañanía a la frialdad de la noche, y se atracaban de un agua que parecía hielo líquido, mientras el viento les hería las sudorosas espaldas. Al trasponer la puerta, Salvatierra sintió en sus pulmones la rareza del aire, al mismo tiempo que hería su olfato un hedor de lana húmeda, aceite rancio, barro y carne aglomerada y viscosa.

No tiene vergüenza el que viene a visitarte. ¡Puf! ¿Pero desolláis aquí también las reses, o qué? Hay un hedor insufrible. Calderón ocupaba, al final del almacén, un rincón separado del resto por un biombo de tabla pintada con una puertecita de resorte. Pudo escuchar, pues, todas las palabras de su amigo antes que éste empujase la mampara.

Palabra del Dia

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