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Luego, dejando la tienda, fuese a esperar a la puerta de aquel señor, escondiendo la gorra por debajo de la ropilla y paseándose por el zaguán, como si fuera un criado de la casa.

Luego, se vestía con un ligero traje de caza, tomaba la escopeta, y emprendía famosas, descomunales correrías de seis y ocho leguas, sin que nadie le oyera, jamás quejarse de cansancio. Si nevaba, se ponía el impermeable, las botas altas y la gorra de pelo, y salía a matar palomas torcaces o gachas por las cercanías de la posesión.

Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago: mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies; después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca, acariciándole y dejándose acariciar de su tío.

¡Ah! levanta los ojos... ¡Mil truenos! ¡qué encantadora muchacha!... ¡Qué vivo color el de sus redondas mejillas! ¡qué brillo el de sus ojos negros! ¡cómo piden besos sus labios finamente dibujados! Al verlo a su vez, ella deja caer la azada; después lo mira fijamente. Buenos días dice el joven llevando la mano a su gorra con ademán un poco cohibido. ¿Sabe usted si el molinero está en casa?

Pero por ahora no la veo.... , Remigio, ¿no puede trasladarse aquí? ¿Se ha quedado en la cama? Ahí está el caso, señor , dijo el criado dando vueltas a la gorra y bajando los ojos como si temiese dar una noticia muy grave . La cuestión es que una de las yeguas, la Primitiva, está enfosada. Calderón se puso pálido. ¿Pero no puede venir?

La había arrojado al espacio infinito, había respirado una hora el aire de la libertad, y de nuevo estaba aquí la letra escarlata con todo su suplicio, brillando en el lugar acostumbrado. De la misma manera una mala acción se reviste siempre del carácter de ineludible destino. Ester recogió inmediatamente las espesas trenzas de sus cabellos y las ocultó bajo su gorra.

Ahora, envuélvase usted en esta amplia capa continuó Sarto dirigiéndose a , y póngase esta gorra de cuartel. Es usted mi ordenanza, que me acompaña esta noche al pabellón de caza que usted sabe. Hay un obstáculo dije, y es que no existe caballo capaz de recorrer más de quince leguas conmigo a cuestas. Por eso montará usted dos, uno aquí y otro en Zenda. ¿Estamos listos?

Vestido como un mandarin, con gorra de borla azul, se paseaba el chino Quiroga de un aposento á otro, tieso y derecho no sin lanzar acá y allá miradas vigilantes como para asegurarse de que nadie se apoderaba de nada.

Los primeros tienen capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si son hombres: si son mujeres gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más yo! Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.

Antes se dejarían cortar el dedo meñique, que arrancar la gorra o el sombrero; nada les importaba volver a casa de noche sin una pierna del calzón o sin un brazo de la chaqueta; pero tornar con la cabeza descubierta sería para ellos el más grave disgusto. Vivía el barrio entero en la calle, por poco que el tiempo estuviese apacible y la temperatura benigna.