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Actualizado: 12 de noviembre de 2025


¿Y para qué sirven dijo María con mezcla de inocencia y de indiferencia los peladeros de pava en la reja?, ¿a qué sirven los guitarreos, si tocan y cantan mal, sino para ahuyentar los gatos? Habían llegado a la playa y Stein suplicó a María se sentase a su lado, sobre unas rocas.

Así que tropezaba con uno perdía nuestra Julia la chabeta, y gritando con la dulzura de un ruiseñor «¡papá, mamo! ¡papá, mamose iba hacia él y le cogía por el rabo. En la misma categoría que los gatos, o acaso un poco más alto, colocaba Julita a su hermano Miguel, a quien llamaba Michel.

Le entraba tal rabia, que no podía ni siquiera rezar, y la rabia, más que contra el ratón, era contra Sor Natividad, que se había empeñado en que no hubiera gatos en el convento, porque el último que allí existió no participaba de sus ideas en punto al aseo de todos los rincones de la casa.

Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba con su dormitorio estaban aplicando lo que no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa.

Pero yo pregunto añadió con exaltación, dejando caer la capa y echando atrás el sombrero , yo pregunto: ¿qué gente tiene a su lado el Príncipe? A ver; responderme. Don Basilio, no se atrevía a responder. Contentábase con tomar aires de hombre profundo, que no se resuelve a soltar el enjambre de ideas que le zumban en el cerebro. Responderme. Nadie... cuatro gatos dijo Montes.

Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

¡Por vía de los gatos!, ¡miren quién habla de corazón y de entrañas! replicó Momo ; la que dejó morir a su padre en manos extrañas, sin acordarse del santo de su nombre ni de enviarle siquiera un mal socorro.

Los calafates van clavando gruesos clavos en el costado del barco, a golpes de martillo; alrededor suelen verse mazos, grandes barrenos, gubias, gatos para levantar pesos y varias calderas negras llenas de alquitrán, que los hijos pequeños de Shempelar suelen hacer hervir con virutas y pedazos de tablas viejas.

Se lanzó a todo correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el Nuncio. Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal era sin duda lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos.

Se pasaba las horas muertas haciendo el juego del bilboquet, o bien entretenido en enredar con los muchos gatos que había en la casa. Todas las crías de la hermosa menina de doña Paca se conservaban, al menos mientras les duraba el donaire de la infancia gatesca.

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