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Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que daban envidia a las flores del cercano puesto.

Batallaba el diente con la ventosa, el coletazo demoledor con el tentáculo que ahoga, la boca que desgarra con la boca que sorbe.

La cosa no paró aquí: de sus espinas que escarbaban y querían agarrarse, se subdividió una, convirtiéndose en triple pinza, verdadera áncora de salvación que secundaría á la ventosa si ésta se aplicaba mal á una superficie poco lisa.

Apenas la ventosa hubo dejado expedito un gran agujero, asomó por él una cabeza. Doña Feliciana, sin dar el quién vive, le clavó el rejoncillo en la nuca. El ladrón exhaló un grito de muerte, y sus compañeros pusieron pie en pared.

Cada flujo y reflujo era para el pequeño Ulises sinónimo de una gran borrasca; mas, su fuerza de voluntad, su poderoso deseo le hizo besar de tal suerte la roca, que ese continuado beso creó una ventosa, la cual hizo el vacío y lo unió á la roca misma.

Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares.

Era uno de esos días de bochorno canicular a que no escapa, con ser tan empinada y ventosa, toda aquella región de Castilla. Un aire abrasador se amodorra en las navas, y el cielo sin nubes embravece su tinte como el esmalte en el horno. La peña cruje bajo la rabia del sol, el árbol se tuesta.

Fué un beso de ventosa, largo, dominador, doloroso. Ulises reconoció que nunca había sido besado así. El agua de aquella boca, remontándose al filo de los dientes, se desbordó en la suya como dulce veneno. Un estremecimiento desconocido hasta entonces corrió á lo largo de su espalda, haciéndole cerrar los ojos.

Y los anélidos que componían su escudo, ¿dónde estaban? ¡Oh!, no podían faltar; allí se los veía en enormes botellas, con la viscosa trompa o ventosa pegada al cristal, enroscados, aburridos, quietos, como si acecharan una víctima y esperasen a que entrara por la puerta. Isidora admiró después el orden y aseo con que todo estaba puesto y arreglado en tienda de tan poco fuste.

Serían las dos de la madrugada, hora de gatos y ladrones, cuando sintió un ligero y cauteloso ruido de pasos en el traspatio. Aguzó el oído, y se convenció de que en una puerta que comunicaba con su dormitorio estaban aplicando lo que no en tecnicismo de botica, sino en el de los hijos de Caco, se llamaba entonces una ventosa.