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Actualizado: 11 de mayo de 2025
De aquellos amores tan largos, tan vivos, no quedaría más que un hombre paseando su dicha por Europa, y en Lancia una pobre mujer vieja y triste sirviendo de befa a los corrillos de Altavilla. Sus carnes fláccidas temblaron. Los instintos vengativos de su raza gritaron furiosos, avasalladores. ¡No, no podía ser! Antes arrojarle su hija muerta a los pies, antes clavarle un puñal en el corazón.
Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah, la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban las entrañas con sus bebidas. Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.
En tales momentos, se diría que nuevas voces, ya fuertes, ya suaves, se mezclaban con los gritos de la multitud abigarrada; gritos aislados flotaban a veces sobre el ruido general, semejantes a copos de espuma sobre las olas: risas nerviosas, histéricas, fragmentos de canciones, juramentos furiosos.
Entre los griegos del Bajo-Imperio hasta los mismos hombres afeminados lo usaron, puesto que se refiere que habiendo enviado el rey Hugo á Romano II, entre varios presentes, dos hermosos perros del norte, al ver los animales al emperador griego cubierto con su theristro á la usanza de su pais, le creyeron un monstruo en vez de un hombre, y se lanzaron sobre él furiosos.
Por otra parte, León era ciudad que involuntariamente sugería ideas matrimoniales. ¿Qué hacer sino casarse allí donde todo era calma y tedio, donde la soltería inspiraba desconfianza, donde la más insignificante aventurilla provocaba los furiosos ladridos del escándalo? Así es que dijo en voz alta: Es cierto, chico; en León le entran a uno ganas de casarse y de vivir santamente.
En los freos amontonábanse las olas con remolinos furiosos, pero bastaba un golpe de barra, una desviación de la proa, para quedar al abrigo de una isla, balanceándose la barca en aguas tranquilas, paradisíacas, límpidas, con un fondo visible de extrañas vegetaciones, en el que bullían los peces entre chisporroteos de plata y relámpagos de carmín.
ASTOLFO. Los barones están furiosos; desde por la mañana están esperando al duque, al noble prometido de la noble condesa Elsa. EL CONDE. ¡Los barones! Y tú, Astolfo, ¿estás contento? A juzgar por tu cara, me parece que no. EL CONDE. Vuestro prometido no se apresura demasiado, condesa Elsa; hace largo rato que ha anochecido, y sigue sin venir.
Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de alquerías y barracas, arrojando negras siluetas que ciertamente no salían con las manos vacías. Con silbidos y gritos entendíanse los convecinos á grandes distancias.
Yo creo que en el fondo se odiaban sin saberlo. Inútil decir a usted quién es el verdadero culpable... ¿Quién ha de ser?... Nélida. Y lo más gracioso del caso es que ninguno de los dos la nombró, pero ambos la tenían en el pensamiento. Estaban furiosos desde hace días, desde que la muchacha se fijó en usted. Fue una suerte que no anduviese usted anoche por el buque. Hubiésemos tenido un disgusto.
Y, diciendo y haciendo, se entraron los dos, uno tras otro; pasando un zaguán, donde estaban algunos de los convalecientes pidiendo limosna para los que estaban furiosos, llegaron a un patio cuadrado, cercado de celdas pequeñas por arriba y por abajo, que cada una dellas ocupaba un personaje de los susodichos.
Palabra del Dia
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