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Mientras los hombres se mataban por la gloria de la Virgen de Begoña, la carcoma, más sabia que ellos, seguiría mordiendo las entrañas de madera del sonriente fetiche: tal vez á aquellas horas algún ratón roía las patas del ídolo milagroso, bajo su hueca saya de pedrería.

Isidora vestía una bata azul de corte elegantísimo. Acababa de peinarse y su cabeza era una maravilla. Nadie que la viese, sin saber quién era, podría dudar que pertenecía a la clase más elevada de la sociedad. Contemplola D. José, más que con amor, con veneración, con fanatismo, como el salvaje contempla el fetiche, y poco faltó para que se la hincara delante.

Pero junto con la mano colgaba otro fetiche de oro, de forma tan inesperada, tan inaudita, que Miguel desechó como inverosímil lo que había pasado ante sus ojos en rápida visión. Alicia se echó atrás, repeliendo su mano curiosa. «¡No, no!» Y cerró el bolso con tanta rapidez, que casi le pilló los dedos entre las valvas de plata.

Mírela usted decía señalando á la imagen. ¡Qué hermosa es! ¡Y qué bien le sienta la corona!... Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros.

Al final de estas deliciosas rebuscas en el pasado, venía lo más interesante, lo más íntimo, el álbum de ella sólo le permitía hojear de prisa, obligándole a no mirar ciertas páginas. Era un volumen modestamente encuadernado en cuero negro con broches de plata, pero Rafael lo contemplaba como un prodigioso fetiche, con la adoración que inspiran los grandes hombres.

Miguel miró el interior del bolso con la curiosidad que inspiran siempre todos los objetos de la mujer que nos interesa. Vió sobre el arrugado pañuelo una carterita de piel, y colgando de ella un fetiche de jugadora, una mano con el índice y el meñique tendidos en forma de cuernos, para conjurar la mala suerte.

La vista del oro provocó miradas de entusiasmo y codicia; pero esta impresión fué breve. Los ojos acabaron por contemplar con indiferencia el redondel amarillo. Don Marcelo se convenció de que el milagroso fetiche había perdido su poder.

Comieron, pero la joven creyó que estaban menos unidos después de la pérdida de este objeto, comprado el primer día de vida común. Lo miraba como un fetiche de su felicidad. También habían vendido sus ropas de invierno, aquel traje de gran gala adquirido en la calle de Toledo, que marcaba para Feli el momento más culminante de su bienestar.

Convenía organizar un alarde de fuerzas, reunir todo el país vascongado amante de las tradiciones y que subiera entre banderas y cánticos al monte Artagán, como protesta contra las gentes de las minas y las fábricas, que se entregaban al monstruoso socialismo, y contra los maketos de la villa y sus hijos que ya se consideraban de la tierra, gentes que hablaban de República y de anticlericalismo y llamaban en sus mitins fetiche y nido de ratas á la milagrosa imagen de la patrona de Vizcaya.