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Supongamos que en el universo no hubiese ningun ser sensitivo; no pareceria á nadie lo que ahora, en el órden de la sensibilidad; pues faltando los seres sensitivos, faltarian sus representaciones: entonces ¿qué seria el mundo? aquí un gran problema de metafísica. Esto es cierto; á no ser que queramos atribuir imaginacion y sensibilidad á los espíritus puros, y hasta al mismo Dios.

Fácilmente se comprende, recordando la aprobación y aplauso, que merecieron las composiciones de Lope de Rueda, que no faltarían imitadores numerosos de su manera y estilo, si bien se conservan escasos monumentos literarios que lo atestigüen. Únicamente podemos mencionar algunos pasos de autores anónimos.

En las tertulias, en los bailes, en las excursiones campestres no le faltarían a la sobrina adoradores; los muchachos de la aristocracia eran casi todos libertinos más o menos disimulados; les atraería la hermosura de Ana, pero no se casarían con ella.

Con el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla.

Sólo exceptuaba de este chaparrón al bueno de D. José, para quien destinaba in mente la plaza de tenedor de libros en cierta casa. Don José, como siempre, la acompañó aquella tarde. Serían las tres y media cuando pasaron por la Puerta del Sol. A medida que se acercaba Isidora a los barrios próximos a San Pedro iba sintiendo turbación tan grande, que creyó le faltarían las fuerzas para llegar allá.

Porque ocurrió también la feliz coincidencia de que apurado el punto de las opiniones pictóricas de Nieves, salió de golpe y porrazo don Claudio Fuertes diciéndola: En este mismo sitio y al oír a usted que le gustaban mucho los paseos marítimos, la prometí anteayer que no le faltarían medios de satisfacer ese gusto, si se empeñaba usted en ello.

Todo consistía en ser buen hijo, en dejarse guiar por ella, la que mejor le quería en el mundo... Ahora diputado y después, cuando volviera de Madrid, a casarse. No faltarían buenas muchachas, educadas con el temor de Dios, y además millonarias que se darían por contentas siendo su mujer. Rafael la atajó con una débil sonrisa.

Recayó, pues, la comisión en Perico Gonzalvo, que, cargando con su hermana, hubo de llevársela al Sardinero, contando con que no faltarían amigas que allí le relevasen en su oficio de rodrigón. Así fue: sobraban en la playa familias conocidas que se encargaron de zarandear a Pilar, y de llevarla de zeca en meca.

No faltarían tampoco dos garridas mozas, importación de las Islas Canarias, y algunas nacidas en las márgenes del Piratininga, fecundas en hermosas mujeres, una de las cuales descollaba por su aptitud y habilidad para cantar las modinhas más chuscas y amorosas.

La difunta se había olvidado de su suerte; no le faltarían razones para ello: bastante había hecho sacándole de su mísera condición. Pero la familia, con el deseo de no desatender el más leve vestigio de la voluntad de la finada, había resuelto protegerle para que terminase su carrera. Iban a darle de una vez tres mil pesetas, cortando para en adelante toda relación y compromiso.