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Actualizado: 28 de junio de 2025


Maltrana le había sorprendido muchas veces con sus ropas de faena, un traje de pana manchado de barro, las abarcas y las polainas mojadas, y la boina con raspas secas y espinas de selvática vegetación. Era un hombre pequeño, enjuto, de nerviosa agilidad y ademanes resueltos. Tenía su cuerpo un balanceo semejante al temblor de un muelle bien templado próximo a dispararse.

Tras de la cólera y la confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna faena penosa. Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había empezado a poner, y volvió a llamar a la mona para decirle: «No hagas más que unas sopas de ajo. El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusaré las cuarenta».

Tan luego se pone el caimán en movimiento, entran en juego las cañas; y si anda, malo, y si nada, peor, puesto que, la condición fibrosa de la caña hace imposible su rotura, y en la faena que el carnicero lagarto emplea para desprenderse de aquel enemigo, concluye por rendirle el cansancio y la fatiga.

A pesar de que éste iba cuidadosamente afeitado, volvió a enjabonarle la cara y a pasar la navaja por sus mejillas con la celeridad del que está habituado a una misma faena diariamente. Luego de lavarse, volvió Gallardo a ocupar su asiento.

Ella azotaba la lana con vigor y la falda subía y bajaba a cada golpe con violenta sacudida, dejando descubiertos los bajos de las enaguas bordadas y muy limpias, y algo de la pantorrilla. El Magistral seguía con los ojos los movimientos de la faena doméstica, pero su pensamiento estaba muy lejos.

Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle. Se iba a una tienda.

Cada cinco minutos alguien tomaba bruscamente la palabra y hablaba como quien cumple una faena obligatoria. Los demás asentían con la cabeza misteriosamente, pero bien veía yo que los que escuchaban no sabían lo que oían, lo mismo que el que hablaba no sabía lo que decía. Marta no se había presentado.

Antes se llevaba la administración con una sencillez patriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados. Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo, aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los de lluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía, comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.

Aquel hombre, retorciéndose de placer, insensible al cansancio, me pareció loco. «Es simplemente un empleado de la compañía, a sueldo como cualquiera de nosotros; me dijo el joven oficial hace cuatro horas que está tocando y tocará hasta el alba con brevísimos momentos de reposo. Una vez quisimos suprimirlo; pero cuando llegó el día, no se había hecho la mitad de la faena de costumbre.

¡Cha: currela, que sinela er jambo! «¡Oye: trabaja, que mira el amo!» Y cada uno se entregaba a su faena, con tal ardor, con esfuerzos tan cómicos, que muchas veces Rafael no podía contener la risa. Había cerrado la noche. La lluvia caía como polvo de agua, sobre los guijarros del patio.

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