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Quisieron los vencidos rehacerse dentro de los reparos, pero no fué posible, porque los vencedores entraron juntamente con ellos, dándoles la muerte entre los brazos de sus mujeres, á quien muchas veces alcanzaba la espada, porque sin excepcion de sexo ni edad salian á la defensa de sus hijos, y maridos ofreciendo sus cuerpos al rigor de la muerte.

En cualquier otro punto de España habrían sufrido resignados los toreros esta demora. La estancia en el hotel la pagaba el espada en todas partes menos en Madrid. Era una mala costumbre establecida hacía tiempo por los maestros vecinos de la capital. Se suponía que todos los toreros debían tener en la corte domicilio propio.

Al mismo tiempo partió de la habitación un grito penetrante: «¡Socorro, Miguel! ¡Socorro!;» y a estas voces siguieron otros gritos desesperados que revelaban indecible terror. Presa de mortal angustia, permanecía yo en el más alto peldaño, asido al quicio de la puerta con una mano y sosteniendo en la otra la espada.

Mientras se celebraba el consejo de guerra en Pamplona hallábase acampada la Guardia Blanca en las afueras de la ciudad, entre las compañías del jefe gascón La Nuit y del flamenco Ortingo, y allí se divertían tirando la espada, luchando cuerpo á cuerpo como antiguos gladiadores ó mostrando su habilidad en el manejo del arco, para lo cual les servían de blanco escudos colocados sobre las cercanas eminencias del terreno.

Recogió la garrocha, montó, y con suave galope fue hacia la empalizada, prolongando con esta lentitud el ruidoso aplauso de la muchedumbre. Los jinetes que habían recogido a doña Sol saludaron con grandes muestras de entusiasmo al espada. El apoderado le guiñó un ojo, hablando misteriosamente: Gachó, no has estao pesao. Muy bien, ¡pero que muy bien! Ahora te digo que te la llevas.

Y con esto y no tener ya nada que ponerme salvo la daga y la espada que me han quitado, recibid mi agradecimiento, alguacil desalguacilado, y vamos, que el moverme me hará provecho. Acercad y asíos de mi capa. Téngoos ya. Pues marchemos, y silencio. Silencio y marchemos.

Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis? A un hombre. Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así...

En el graderío elevábase un rumor, producto de vehementes conversaciones. Los amigos del espada creían oportuno explicarse en nombre de su ídolo. Está entoavía resentío. No debía torear. ¡Esa pierna!... ¿No lo ven ustés? Los capotes de los dos peones ayudaban al espada en sus pases.

El maquinista se resistió a dar más presión, la rueda giraba con esfuerzos estupendos... Aquello se ponía feo, muy feo, cuando la voz de Maal que, con el acento desesperado de un oficial de Tristán rindiendo su espada en Salta, gritaba: ¡Cabo!

Pero vuelve a encender la lámpara y déjalo todo como estaba. A San Miguel dale la espada y su cuerno a Satanás. DON FARRUQUI