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Pobre mujer, dijo con cierta bondad el anciano eclesiástico, la niña será muy bien cuidada, tal vez mejor que lo que puedes hacer. Dios la confió á mi cuidado, repitió Ester esforzando la voz. No la entregaré. Y entonces, como movida de impulso repentino se dirigió al joven eclesiástico, al Sr. Dimmesdale, á quien, hasta ese momento apenas había mirado, y exclamó: ¡Habla por !

Cuando los ciclos legendarios de la Grecia habían sido ya desenvueltos de un modo maravilloso por el genio de Esquilo en trilogías dramáticas que parecían insuperables, Sófocles logró, sin embargo, aventajarle. No hubiera conseguido esto, si guiado por el amor propio tratase de superarle buscando mayores y más vivos efectos, esforzando las galas del lenguaje.

Habíamos sido convocados de antemano a fin, de que notificadas las sentencias, asistiéramos a los Reos, y los fuéramos disponiendo, esforzando y confirmando a morir en la verdadera con piadoso y cristiano valor.

Empezó á hacerles señas y á enviarles besos con la punta de los dedos, que los niños se apresuraban á devolver por el mismo procedimiento. Cansado de la mímica, les dijo esforzando la voz: ¿Queréis una flor? Los chiquillos gritaron «, », moviendo la cabeza afirmativamente hasta descoyuntarse.

Cabildo no omitiria medio de cuantos estimase conducentes al mayor bien. Clamaron entonces de nuevo, que lo que se queria era la deposicion del Exmo. Señor Virey; y habiendo el caballero Síndico tratado de persuadirlos, esforzando mas y mas las insinuaciones que anteriormente tenia hechas, se retiró á la Sala.

La marquesa sacó un gran pliego y comenzó a leer esforzando la voz un poco: Presidenta: excelentísima señora marquesa, viuda de Villasis.

Yo le respondí que ; metióme adentro, y estaban dos rufianes con unas mujercillas; un cura rezando al olor; un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar andaba esforzando sus ojos que se durmiesen en ayunas; arremedaba los bostezos, diciendo: «Más me engorda un poco de sueño que cuantos faisanes tiene el mundo». Dos estudiantes fregones, de los de mantellina, panzas al trote, andaban aparecidos por la venta para engullir.

A la hora en que se encerraba, fue Rivera por allá, se enteró del tema elegido y corrió a meterse en la biblioteca del Ateneo, donde en pocas horas consultando libros y esforzando el ingenio, escribió un largo y erudito discurso. El problema era que llegase a las manos de Mendoza.

Con algún trabajo hicimos que al fin las aceptase. Levantando entonces la cabeza que tenía doblada sobre el pecho, nos preguntó. ¿A quién debo dar las gracias?... Nuestros nombres no importan nada: somos dos amigos de la literatura: quede V. con Dios. Y nos alejamos apresuradamente mientras él repetía esforzando la voz. Gracias, caballeros... yo quisiera saber... A los pocos pasos volví la cara.