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Todo es, pues, una pura representación. El instinto le obligó a buscar con anhelo tierra firme; pero cuanto más se esforzaba en levantar los pies, más se hundía, a imagen de los incautos que penetran en un terreno pantanoso. Alzábase repentinamente y quería apoyarse en esas nociones firmísimas que jamás han faltado al entendimiento humano, en las nociones de Tiempo y Espacio.

Escapándose de entre las manos de una criada que se esforzaba por retenerla, se echó de rodillas al lado del ataúd y lo estrechó en sus brazos en un movimiento apasionado, como si la muerta pudiera sentir todavía su presión, y ocultó la llorosa cara entre los pliegues del paño mortuorio.

Y el hombre que hacía esto era el mismo que en aquel instante llenaba con su nombre todo el distrito; aquel de quien los alcaldes y prohombres decían con plena convicción. «Aquí no hay más diputado que don Rafael. Ese procurará por nosotros». Don Andrés se esforzaba por consolar a su ama. Todo aquello era un capricho de muchacho. Había que dejarle que se divirtiera.

Este hizo en presencia de ellos grandísimos elogios de su nuevo empleado, y tal vez por eso me recibieron reservados y desdeñosos; pero al ver que se habían engañado, que me esforzaba en ser comedido y cortés, cambiáronse en grata simpatía la reserva y menosprecio manifestados a mi llegada. Sólo uno, el joven cuyo puesto ocupé, me vió con malos ojos. Entonces lo mismo que ahora. ¿Por qué?

Fue en esa primera e inolvidable comida donde empecé a conocer lo que era la sociedad bogotana. Pocos momentos más difíciles y más gratos al mismo tiempo. La reunión era selecta, y cada uno, en su amabilidad y alegría, se esforzaba en darme la bienvenida.

Se afirmaba que la marquesita era fea y tonta; pero prevaleció la razón de estado; todo se concertó pronto y bien, y D. Jacinto de la Mota era ya rico y marqués de Montefrío. Honda melancolía se apoderó del alma de María Antonia. Y sin embargo, ella se esforzaba por disculpar a su amigo.

Ella se esforzaba, sobre todo, en esfumar los ensueños de grandeza de su marido, y en procurar que éste no viniese a ser un Faetonte del chic, y acabase por caer despeñado. En el invierno que siguió al verano y al otoño en que los conocí, vinieron a París ambos esposos a pasar una corta temporada. A ellos y a su niña los obsequié cuanto pude.

Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso. Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber.

Se esforzaba por parecer alegre, intentaba aturdirse, abrumando a su amante con una charla graciosa y ligera; pero de repente se abandonó, no pudo más, y en mitad de una caricia rompió a llorar, cayó en un diván agitada por los sollozos. ¿Qué tienes? ¿Qué ocurre?...

Sabes que vengo muy incomodado le dijo don Gil, mientras la dama, que se había acercado al hornillo, se esforzaba en encender con pajuela unos carbones; sabes que estoy muy incomodado, Leoncia, con lo que dice la gente, y vengo á que me saques de dudas; porque, en fin, tengo esto atravesado en el gaznate y no lo puedo pasar. ¿Qué? ¿á ver? ... ¿á ver que majaderías traes hoy?