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Actualizado: 3 de junio de 2025
El muchacho es tan ágil que, en un santiamén, en menos que se persigna un cura loco, va a enterarse de cuanto ocurre por esos mundos, y va a aprender a escape y sin la menor fatiga todo lo substancial de lo que a fuerza de seculares cavilaciones han llegado nuestros prójimos a poner en claro.
Al enterarse de que habían bajado los cofres de Zaldumbide, dijo que lo mejor era tirarlos al mar; pero viendo la protesta de todos, decidió acercarse a la costa africana, enterrar allí los cofres en un sitio seguro y volver a las Canarias. Todos convinimos en que era lo más prudente. Llegar a una de aquellas islas con cajas llenas de oro, podía parecer sospechoso.
Saturno entra en el salón, saludando a diestro y siniestro, y aunque parece que su propósito es enterarse de quién está allí, en el fuero interno bien sabe él que lo que busca es un rincón de un diván o una silla, que le sirva de puerto en aquella arriesgada navegación por los mares del gran mundo.
Quería volver a España, de la que tanto se había burlado, y que ahora, a pesar de su atraso secular, le parecía interesante. Pensaba en sus hermanos, que seguían agarrados como plantas a los sillares de la catedral, sin enterarse de lo que ocurría en el mundo, sin buscar noticias suyas, como si lo hubieran olvidado.
Las gentes viven en sus compartimientos sin enterarse de lo que pasa en el resto de la embarcación. Tal vez sea yo el único que salga de él en todo el viaje.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su negocio y que no viaja a lo touriste, Mutileder no quiso visitar las curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a no ser del paradero de Adherbal.
Sin llamar a Kate, saltó Currita de la cama antes de las nueve y fue a abrir ella misma una ventana para enterarse del estado del tiempo: el sol brillaba despejado, no se descubría una nube en el cielo y prometía la mañana una tarde deliciosa.
La mujer, convencida de que el artista no llegaría á enterarse de los golpes del aldabón, desapareció en una revuelta del sendero. Poco después, su cabeza y el niño que llevaba en brazos surgieron sobre el filo de un muro. ¡Maestro! gritó . Un señor que le busca. ¡Una visita! Y volvió arreglándose las faldas, como si acabase de bajar de una escala de mano.
Hasta tal punto su desatinada pasión le había desequilibrado y aturdido. No sólo hizo esto sino otra cosa peor, si cabe. Su curador, al enterarse de sus gastos excesivos y de la vida que llevaba, s presentó un día en su casa, encerróse con él en el despacho y le interpeló bruscamente: Vamos a cuentas, Raimundo.
Ni yo he firmado nada, iba a añadir Bonifacio; pero se contuvo recordando que sí había firmado tal; pero había firmado sin leer, sin enterarse, como sucedía siempre, y esta humillación no se la podía confesar al escribano. Sin acabar la frase, y sin dar otras explicaciones, salió de allí avergonzado, aturdido, como si acabara de robarle aquel dinero a don Benito; y se fue derecho al teatro.
Palabra del Dia
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