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No estaba, sin embargo, D. Luis todo lo seguro y tranquilo que debiera estar, después de haberse resuelto a imitar a San Eduardo. Hallaba aún cierto no qué de criminal en aquella visita que iba a hacer, sin que su padre lo supiese, y estaba por ir a despertarle de su siesta y descubrírselo todo. Dos o tres veces se levantó de su silla y empezó a andar en busca de su padre; pero luego se detenía y creía aquella revelación indigna, la creía una vergonzosa chiquillada.

MANUEL EDUARDO GOROSTIZA, nacido en Veracruz en 1790, y embajador mejicano en diversas cortes de Europa, después de la guerra de la independencia de la América meridional, se dió á conocer en Madrid, en el año de 1816, como autor de muchas comedias, que se representaron con grande aplauso.

Item más, un paquete con un cáliz y dos crucifijos, todo ello de plata de ley y hallado por en la iglesia de San Dionisio de Narbona, durante el saqueo de aquella ciudad; objetos que me apropié para evitar que cayeran en manos peores que las muy limpias de un arquero del rey Eduardo. ¡Corriente, monigotes! La cuenta está completa.

»Mi tío se me acercó, y tomándome la mano me presentó al conde de Pópoli, que hacía un año había heredado de su padre las más ricas propiedades de la comarca. ¡Imagínense lo que pasó por , gran Dios, al reconocer en mi prometido al rudo y feroz Eduardo, el que dos años antes y en aquella misma habitación me había groseramente insultado, el que tan baja y cobardemente había herido a un hombre desarmado e indefenso!

Ven a mi lado, Eduardo, no te fatigaré más con mis pesares; un día, una hora algunos minutos lo han cambiado todo; soy más dichoso que nunca; sólo tu presencia falta a mi felicidad. Pero, ¿cómo contarte todo esto sin anticiparte los acontecimientos? ¡Estos últimos instantes están tan llenos de hechos y de emociones!

Y no deja de haber en la novela algunas figuras como la de la madre de Lully, donde la nota cómica está tocada con delicadeza, o como Eduardo Hita, el parásito servicial y bufón, con cierta energía satírica, bien representado.

Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? añadió dirigiéndose a . Nada, mamá... Pero yo no quiero que me toque! objeté a mi vez. En este momento entró nuestro tío. ¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás! Se quejan de que quieres pegarles. ¿Yo? exclamó el padrastrillo midiéndome. No lo he pensado aún.

Con las tres hermanas vivía un hermano solterón, Eduardo, y una tía abuela, muy anciana ya; atacada de parálisis, nunca salía de su habitación. Y la casa parecía aun más grande y más silenciosa, cuando Eduardo se iba con alguna de ellas a una estancia lejana, donde solían pasar largas temporadas.

Mi interlocutor prosiguió como si no me oyera: El rey Eduardo VII tomó un maestro para aprenderlo, y lo ha puesto de moda. En Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Turquía y en Holanda, se han abierto cátedras de la asignatura.

Habíala ya depuesto sobre el pavimento y comenzado á extender su mantel sobre la mesa, antes que hubiese sacudido enteramente mi letargo. Por fin me levanté bruscamente. ¿Qué es esto? dije. ¿Qué es lo que hace usted? La señora Vauberger fingió una viva sorpresa. ¿No había pedido comida, el señor? No. Eduardo me dijo que... Eduardo se ha engañado. Será el inquilino de al lado.