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Actualizado: 24 de junio de 2025


Como quiera que fuese, donna Olimpia, según hemos dicho, tenía la conciencia muy estrecha y jamás faltaba a sus compromisos, a no ser sorprendida por irrupciones y agresiones inesperadas y violentas. Había, sin embargo, quien la acusase de que una vieja, llamada la señora Claudia, que iba siempre en su compañía como aya o como dueña, solía preparar dichas irrupciones y agresiones.

En seguida cantó un aire nacional con bastante voz, con bastante gusto é inteligencia, pero haciendo mohines que destruian en nosotros el efecto del canto. La prima donna da fin á su papel, se inclina respetuosamente ante el público, el público aplaude otra vez, se abre de nuevo la puerta del fondo, y aparece el tenor, el cual se la llevó como la trajo.

Años atrás, donna Olimpia había figurado con brillo en los saraos de la bella Imperia, Aspacia del siglo de León X, como la cortesana de Mileto lo había sido del de Pericles. Donna Olimpia, satélite ya de un astro tan refulgente, acaso hubiera llegado a igualarse con dicho astro, si su desatentada afición a correr mundo y ver tierras extrañas no lo hubiese estorbado.

Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donna Olimpia, el rey estaba cada día más prendado de ella. El nacimiento de un Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el rey enfermó y creyó a pies juntillas que era llegada su última hora. No había que vacilar ni que retardarse.

Un poco atenuó también donna Olimpia lo sobrado servil de algunas etiquetas o ceremonias de aquel ambulante palacio, impidiendo que en lo sucesivo se pusiesen todos de rodillas, besasen la tierra y prorrumpiesen en jaculatorias o breves y fervorosas oraciones, no sólo cuando aparecía el Negus, sino cuando cualquier rumor, como suspiro, tos o estornudo, indicaba su cercanía.

De seguro que no bien empuñase el cetro, encerraría a donna Olimpia y a su vástago en cierto castillo, levantado a este propósito encima de muy alta y escarpada roca, a donde sólo podía subirse por estrecha escalera abierta en los duros peñascos y muy bien defendida y custodiada.

Yo me iba, mi madre, Las rosas coger, Hallé mis amores Dentro en el vergel. Cualquiera pensará que, en medio de tanto deleite, Morsamor estaba contento. Mucho distaba, no obstante, de ser así. En cierto modo puede bien afirmarse que Morsamor se hallaba cada día más prendado de donna Olimpia.

Las señoras, por lo general de medio pelo, que se allanaban a ir a la tertulia, no parecían sus iguales, sino las acompañantas y servidumbre de una princesa o las figurantas y coristas que rodean en el escenario a la encumbrada y aplaudida prima donna.

Todo esto, no obstante, importa tan poco a nuestra historia, que debiéramos pasarlo en silencio. Bástenos decir que donna Olimpia se ingenió de tal suerte y se dio tan buena maña, que se hizo amiga de Pedro de Covillán, de don Rodrigo, y de todo el personal de la Embajada.

Habían traído a bordo los Diálogos de amor de León Hebreo, a quien Morsamor quedó muy aficionado desde que logró salvarle de los insultos de la plebe. A veces leían en dichos Diálogos y luego los comentaban. Y eran tan atinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si se hubiesen conservado y reunido en un volumen, formarían hoy la Filosofía de amor más interesante y sublime.

Palabra del Dia

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