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Actualizado: 8 de junio de 2025
Al agrandarse el monasterio, había abarcado en sus nuevas construcciones al viejo castillete de Loyola, dejándolo dentro de su recinto, pegado á la nueva edificación. La pequeña casa, que aún parecía más mezquina al ser tragada por el monasterio, resultaba lo más hermoso de toda aquella balumba de albañilería pretenciosa.
CARPA A LA ALEMANA. En una cacerola se pone la carpa bien limpia y escamada con sal, pimienta, especia y cebollas cortadas en ruedas delgadas; cuando está todo bien frito se añade cerveza hasta que lo cubra, dejándolo cocer hasta que vayan embebiendo la sal, y se sirve.
Sabe hace tiempo, por las cartas de don Marcos, que Alicia se acordó de él en su último instante, dejándolo heredero de sus minas de plata en Méjico, de todo lo que poseía al otro lado del mar: nada por el momento, tal vez en el porvenir una fortuna casi igual á la que Lubimoff tenía antes en Rusia. Permanece con los ojos fijos en la sepultura.
POLLO CON ARROZ. Se ata y albarda un pollo, se pone en una cacerola, se cubre con caldo sin desengrasar, se añade un poco de perejil y se deja cocer una hora. Se pasa el caldo, se desengrasa y cuando está hirviendo se echa el arroz bien lavado, dejándolo cocer a fuego lento durante media hora. Debe permanecer consistente; por último se le echa un poco de manteca, y se sirve.
LICOR DE GUINDAS. En un litro de alcohol de 90 grados se echa un gramo de clavo cilantro y otro de canela molida; se mete un kilo de guindas sin cabos y que estén en su punto, dejándolas en maceración unos veinte días. Después se agrega un kilo de azúcar pilón y medio litro de agua, dejándolo diez días o más; se embotella filtrado.
En metálico le fue llevando primero poco a poco, y en seguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primera tagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajón de la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas.
Corrió hasta alcanzar el camino del Crucero, y dejándolo a un lado, atravesó a la carretera y a la cuesta de San Hilario, donde refrenó el paso creyéndose en salvo ya. ¡También era manía la del zopenco aquel, de no dejarla a sol ni a sombra, y darle escolta todas las tardes! ¡Y como su compañía era tan divertida, y como él hablaba tan graciosamente, que no parece sino que tenía la boca llena de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua!
Luego, el tren especial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona.
Tras pensarlo mucho, después de haber intentado en vano desarrugar el periódico con las manos, se lo llevó a la cocina y lo alisó con una plancha caliente, dejándolo luego donde su hermano lo encontrara, sin que Tirso lo viese. Al caer la tarde volvió Pepe con Millán, que acostumbraba a comer allí los domingos, quedándose gran parte de la noche acompañando a don José, por estar cerca de Leocadia.
Pedirían una fianza, y no era cosa fácil para unos pobres como ellos el conseguirla. Por fin, quiso dar un consejo al señor José. El Barrabás era cosa perdida. Lo mismo daba que permaneciese en la cárcel que en la calle. Casi le favorecían dejándolo allí, pues evitaban que cometiese nuevos delitos. El albañil no volvió por casa de Maltrana.
Palabra del Dia
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