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Actualizado: 14 de junio de 2025
Cuanto más meditaba sobre él, más verosímil me parecía. Entonces, bailándome el corazón de gozo, me senté a la mesa, saqué papel y me puse a escribir. No me salían más que protestas exageradas, ternezas empalagosas que al leerlas después me disgustaron. Tanto que, rasgados tres o cuatro pliegos, me decidí a esperar que las ideas se me compusieran un poco en la cabeza.
»Había debido, hacía mucho tiempo, dar las gracias al Rey por las mercedes que me había concedido, pero la Corte viajaba en aquella época, y debía detenerse algunas semanas en Sevilla. Decidí emprender la marcha; era un viaje poco fatigoso y sobre todo una distracción para mí.
Una vez, cuando yo no había perdido enteramente la voluntad, decidí dejar de verla, huir de Buenos Aires. Porque sentí que esta muchacha sería mi perdición. Compré pasajes para Europa. Pero recibí una carta suya.
Al fin, la necesidad, la obligación de hacer algo, me sugirió una idea que ya había entrevisto yo flotando a ratos en el oleaje de la pasada tempestad. No era todo lo que se necesitaba en una obscuridad como la mía; pero era algo, era un proyecto, una salida, un camino, el único camino que veía, y me decidí a seguirle sin perder un solo instante.
Buenas noches le contesté yo. Me quedé solo. Estaba cansado, triste, con la cabeza pesada. Ya no me quedaba ni un rastro de cólera. No sabía qué hacer, y me decidí a ir a San Fernando a pie. Como todos los hombres sentimentales que esperan demasiado de las mujeres, he tenido momentos de aborrecer al bello sexo.
Decidí al fin hacer lo primero, por dos razones. En primer lugar, porque tenía confianza de que me hubiera reconocido como amigo de Burton; y en segundo lugar, porque, teniendo que habérselas con un hombre de esa clase, es siempre más ventajoso y da mejor resultado proceder de una manera franca y declarar el conocimiento de las cosas, que ocultar cuidadosamente hechos como los que yo sabía.
Y decidí saltarle al cuello, para demostrar el desprecio que profesaba a la etiqueta. Una vez en la casa parroquial, no entré por la puerta, sino por el claro de una empalizada, que conocía desde tiempo inmemorial y me dirigí a paso de carga hacia la ventana del comedor donde el cura debía estar almorzando.
Aguardé a que entraran en su casa, y poco después me decidí a llamar. Había obscurecido. El viejo alto que trabajaba en la huerta me indicó que pasara. Entré. Una lámpara de aceite alumbraba un cuarto pequeño y modesto, que tenía un armario con cortinillas blancas.
Después de una travesía larga y llena de peripecias, llegamos frente al Estrecho de Magallanes; pero como no teníamos viento favorable, decidí bajar y doblar el Cabo de Hornos. Pasamos por el Cabo Deseado y el de la Desolación, con un frío muy intenso y tiempo claro; pero al llegar a la altura de la isla de Wollaston se nos echó encima una bruma densísima, que no se quitó en una porción de días.
Me senté al extremo de un banco roto y traté de recoger mis ideas para saber lo que tenía que decir; pero cuanto mayor era la impaciencia de saber la verdad de todo lo que me inquietaba, mayor era también el temor de saber algo que pudiese destruir todas mis ilusiones a la vez. Estaba arrepentido de haber ido. Por fin me decidí y pregunté a aquella buena mujer si tenía hijos.
Palabra del Dia
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