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Creíamos terminada para siempre la guerra; era un monstruo de los tiempos remotos que nunca podía resucitar; y ahora la guerra surge cuando menos lo esperábamos y nadie sabe cuándo acabará. ¿Viviremos esclavos eternamente de nuestra barbarie original, sin que haya educación capaz de modificarnos?... ¿Será una mentira el progreso?... ¿Estaremos condenados á dar eternas vueltas, lo mismo que una rueda, sin salir jamás del mismo círculo?...

432 Nos quitaron los caballos a los muy pocos minutos; estaban irresolutos; ¡quién sabe qué pretendían! Por los ojos nos metían las lanzas aquellos brutos. 433 Y déle en su lengüeteo hacer gestos y cabriolas; uno desató las bolas y se nos vino enseguida; ya no créiamos con vida salvar ni por carambola.

Creíamos encontrar la salvación, cuando un buque inglés de guerra nos capturó y nos llevo al navio que días antes nos había dado caza. Eramos sospechosos de piratería. Sabido es que las leyes contra los piratas son muy severas. El pirata está fuera del derecho de gentes, y la ley inglesa le condena a ser colgado por el cuello, hasta que sobrevenga la muerte.

¿De dónde has sacado esa idea? continúa el marido. ¿Acaso no estás tan contenta como creíamos? ¿No está aquí Juan, con nosotros? ¿No vivimos todos felices y satisfechos... trabajando desde la mañana hasta la noche? ¿Por dónde ha de venir la desgracia? ¿por qué ha de venir? ¿Acaso no velamos también para que tu padre tenga lo necesario?... Suspira y enjuga el sudor que cubre su frente.

Uno... dos... tres. «Mi marino adorado, mi tiburón amoroso, va á llegar... ¡va á llegar!» Y lo que llegó de pronto, cuando aún lo creíamos lejos, fué el golpe de la guerra, separándonos rudamente.

Contemplándole, chispeaba el amor en los ojos de Luz; oyéndole hablar enamorado, el fulgor desaparecía tras un velo de negras tristezas. Se la atormentaba con lo que creíamos infundirla alientos, y había que desistir de la empresa. ¡Cómo nos descorazonaba esto!

Nos sentamos en el ángulo de la izquierda, casi tocando la ventana que da vistas al paseo del Palacio Real. Dirigimos una mirada diplomática á los paseantes, á las glorietas, á las flores, á las fuentes, y en aquel momento nos creiamos duques ó grandes de España. ¡Sólo que el bolsillo estaba asustado!

La Condesa continuó su relato, al día siguiente, en estos términos: »Mi tío había salido del aposento; Teobaldo y yo nos mirábamos aún asombrados del suceso, sin que pudiéramos darnos cuenta de una aventura que creíamos sobrenatural; porque excepto mi preceptor, que acababa de llegar, nadie entendía el alemán en el castillo, incluyéndome a , que hacía un año lo estaba aprendiendo.

¿Verdad que ? dijo vivamente Liette radiante; mamá está mucho mejor, gracias a Dios. Y a usted, querido don Raúl añadió aturdidamente la viuda; no nos cansamos de repetirlo. Raúl no recogió la frase, pero tomó nota de ella con íntima fatuidad. Le creíamos a usted en Londres dijo la joven para cambiar de conversación.

Juzgando que toda obcecación, por grande que sea, ha de tener su límite, creíamos que el Gobierno no podría resistir á la evidencia de su descrédito; creíamos que, deponiendo la terquedad propia de todos los poderes que no se apoyan en la opinión, se resolvería al fin á entrar por más despejado y seguro camino, si no consideraba como la mejor de las enmiendas el abandonar la vida pública.