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Actualizado: 10 de mayo de 2025


El Zapaterín, al emprender su regreso a Sevilla en segunda clase, mientras la cuadrilla marchaba a pie, pensó que comenzaba para él una nueva vida, y tuvo una mirada de avidez para el enorme cortijo, con sus extensos olivares, sus campos de granos, sus molinos, sus prados que se perdían de vista, en los que pastaban miles de cabras y rumiaban, inmóviles, con las piernas encogidas, toros y vacas. ¡Qué riqueza! ¡Si él llegase un día a poseer algo semejante!...

Menos palabras. ¿Estaba dispuesto a salvarle, o se negaba a ello? El aperador, por toda respuesta, ensilló su jaca valiente, y otro de los caballos del cortijo. Iba a llevarle en seguida a la sierra, y una vez allí, se encargarían otros de él. El viejo los vio alejarse a todo galope, y emprendió su regreso, encorvado por repentina vejez, como si toda su vida se fuera con su hijo.

Y señalando a cada uno de los animales, hablaba de miles y miles de pesetas, enorgulleciéndose de que tales tesoros estuviesen confiados a su custodia. El hierro de Matanzuela, la marca con que se señalaba a las jacas salidas del cortijo, valía tanto como los certificados de los ganaderías más antiguas.

La semana que viene hacemos la escritura. Gallardo quiso saber la situación y el nombre del cortijo. Se llama La Rinconada. Cumplíanse sus deseos.

En fuerza de trabajar como bracero y de rodar por las gañanías errante como un gitano, siempre seguido de su hijo Rafael, que se empleaba en las faenas de zagal, había acabado por ser aperador de un cortijo pobre: asunto, como él decía, de matar el hambre sin tener que doblarse ante el surco, debilitado por una vejez prematura y por los rudos lances de la conquista del pan.

Deseaba ver al señor Antonio Matacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, situado en la carretera, cerca del cortijo; un bravo que de joven le había seguido en todas sus aventuras revolucionarias. Estaba enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, casi imposibilitado de moverse, no pudiendo llegar a la puerta de su choza más que entre ayes y tropezones.

Necesito un hombre como , que los meta en cintura y cuide mis intereses. Y Rafael se fue al cortijo, no volviendo a la viña más que una vez por semana, cuando iba a Jerez para hablar al amo de los asuntos de la labranza. Muchas veces tenía que buscarlo en la casa de alguna de sus protegidas. Le recibía en la cama, incorporándose sobre el almohadón, en el que descansaba otra cabeza.

¡De enterarme!... ¿Y de qué, buen Simón? ¿De que no van mis negocios en próspera fortuna? ¿De que este cortijo, y la otra casa, y tales acciones no valen lo que valían, porque los arrendamientos, y el inquilinato, y el estado general de los negocios, y el aspecto alarmante de la política así lo disponen?... ¿No es esto? ¿Ves cómo yo penetro con una sola mirada hasta el interior de las cosas, y vivo en perfecto conocimiento de ellas, sin que nadie se tome, el trabajo de pesarlas y de medirlas delante de ? ¿Y qué le vamos a hacer si el cuadro no es tan risueño como y yo deseáramos?

Cuando Gallardo fue con su esposa y su madre a tomar posesión del cortijo, les enseñó el pajar en que había dormido con sus compañeros de miseria errante, la pieza en que había comido con el amo y la placita donde estoqueó un becerro, ganando por primera vez el derecho a viajar en tren sin tener que esconderse bajo los asientos.

El viejo había sido durante mucho tiempo aperador del cortijo. Le tomó a su servicio el antiguo dueño, hermano del difunto don Pablo Dupont; pero el amo actual, el alegre don Luis, quería rodearse de gente joven, y teniendo en cuenta sus años y la debilidad de su vista, lo había sustituido con Rafael.

Palabra del Dia

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