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Actualizado: 10 de mayo de 2025


Su caridad se extendía hasta los animales. Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena de gatos, dos ó tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.

¡Jozé María! gimió la vieja. ¡Que se muere!... ¡Que se me quea entre las manos! ¡Hijo mío! Y Alcaparrón, en vez de acudir al llamamiento de su madre, salió corriendo como un loco. Había visto pasar a un hombre, una hora antes, por el camino de Jerez con dirección al ventorro del Grajo. Era él, el ser extraordinario del que todos los pobres hablaban con respeto.

El viejo ventorrillero, al presentarse su antiguo jefe en la choza del Grajo, había llorado, abrazándole con tales extremos de emoción, que su familia creyó que iba a morir. ¡Ocho años sin ver a su don Fernando! ¡Ocho años, durante los cuales había enviado todos los meses un papel lleno de garabatos a aquel presidio del Norte, donde guardaban a su héroe!

Me han dicho que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, ó bien sea otro que le reemplazó á tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Deseaba ver al señor Antonio Matacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, situado en la carretera, cerca del cortijo; un bravo que de joven le había seguido en todas sus aventuras revolucionarias. Estaba enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, casi imposibilitado de moverse, no pudiendo llegar a la puerta de su choza más que entre ayes y tropezones.

A los pocos días de la partida de estos amigos, abandonó su retiro de Cádiz para ir a Jerez. Le llamaba un moribundo, un camarada de los buenos tiempos. El señor Matacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, se moría definitivamente.

No experimentó ni sorpresa ni pesar. La sangre le subió hasta el cerebro y todo concluyó. Su cabeza no era más que una jaula abierta de la que la razón había volado. Pasó las últimas horas de la noche apoyado sobre un cadáver que se enfriaba gradualmente. Cuando le Tas fue a ver si su hermosa prima se había despertado, oyó a través de la puerta un grito estridente como el canto del grajo.

Salvatierra, al oír el nombre del cortijo, recordó a su camarada del ventorro del Grajo, aquel enfermo que ansiaba su presencia como el mejor remedio. No le había visto desde el día en que el temporal le obligó a refugiarse en Matanzuela, pero le recordaba muchas veces, proponiéndose repetir su visita en la próxima semana.

Palabra del Dia

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