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Actualizado: 2 de julio de 2025


Se acercaba todos los días con timidez, cual si la viese por vez primera y temiese ser rechazado; la besaba con adoración y recogimiento como una joya frágil que pudiera romperse bajo sus caricias. ¡Pobre Selivestroff! Era el único amante cuyo recuerdo conmovía a Leonora.

En su concepto, la maldad de ahora alcanzaba mayor hondura que las de antes en el cuerpo social: le había invadido el corazón y la cabeza; ésta se atrevía ya a todo y con todo, y aquél no se conmovía por nada, gastada su sensibilidad con el roce de tantos y tan continuos sucesos, porque en ninguna época del mundo han acontecido tantos y tan extraordinarios en tan breve tiempo como ahora.

Su revolución consistía en «darle tapadera», entendiéndose por esto que cada uno, encerrado en su celda, golpease la puerta con el redondel que tapaba el orificio de su letrina, armando a un tiempo tal estrépito, que se conmovía toda la cárcel.

Las llamas de los cirios temblaban sin color y sin luz como fuegos fatuos retrasados en su viaje nocturno y sorprendidos por el día: la capa del jesuita brillaba bajo el sol como el caparazón de un insecto enorme, blanco y dorado. La sagrada ceremonia conmovía a Dupont hasta el punto de agolpar las lágrimas a sus ojos.

Y se encogió, se dilató su pecho, y lanzó un aliento que rugía, poderoso, ardiente, indicio de la horrible lucha que conmovía su alma destrozada. , dijo impaciente Dorotea.

A Fortunata se le humedecieron los ojos, porque era muy accesible a la emoción, y siempre que se le hablaba con solemnidad y con un sentido generoso, se conmovía aunque no entendiera bien ciertos conceptos. La enternecían el tono, el estilo y la expresión de los ojos. Creyó entonces caso de conciencia hacer una observación a su amigo.

Una conmoción inmensa, un estrépito indescriptible me obligaron a apartar de la carta mi atención. Los marinos llegaban a la boca de los cañones, y un combate terrible, en que parecíamos llevar lo mejor, se había trabado. Esto era sin duda sublime; esto sacaba de quicio y conmovía el alma en su fundamento; pero ¿no había algo más en el mundo?

Pueyo era una gran figura en la andante literatura de esta época: él fué el único que creyó en Siles, el que en los cafés solitarios nos hacía leer nuestros versos, después de escuchar un aria de Marina o el raconto de Lohengrin. Entonces se conmovía mucho y confesaba que él también había escrito versos en su juventud.

Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio.

Un berrido ensordecedor, un «¡che... e...e!» estridente, prolongado hasta lo infinito, como el grito de guerra de los pieles rojas, conmovía las calles.

Palabra del Dia

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