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Resultó, en cuanto al uno, lo que yo me presumía y Neluco daba por indiscutible: que era el Gómez de Pomar casado allí; el otro había venido con él en los principios de octubre, y juntos vivían y de la misma olla comían desde entonces, como grandes y antiguos amigos que eran, a expensas y a despecho de la pobre mujer que a duras penas tenía lo más indispensable para que no se murieran de hambre los frutos de su desventurado matrimonio.

De noche arrojábase del lecho asegurando que las criaturas nadaban en sangre, degolladas por un asesino invisible. Si tosían, era que se ahogaban; si comían mal, era que les habían envenenado. Una mañana salió precipitadamente, con mantón y pañuelo a la cabeza, y se fue a los barrios del Sur buscando a Benina, con quien tenía que hablar.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina; todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse; todos los días le hablaban; todos los meses, después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restorán, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza.

Me hizo reír aquella desenvoltura, y le respondí: , se la puedo dar a usted. Hoy mismo escribiré a Madrid pidiéndola. La casa del famoso inventor, la Fonda Continental, se había llenado por completo. En la mesa redonda comíamos ya doce, y además había que contar las monjas, que comían en su cuarto.

Sentíale apoyado por todas sus amigas y creía la inocente de buena fe que si le despedía éstas se despedirían también y volvería a quedarse sola. ¡Buena gana tenían de hacerlo! Aquellas amiguitas la utilizaban lindamente. Comían bien en su casa, asistían al teatro en su palco, iban a paseo en sus coches y además de vez en cuando le tomaban algún dinero prestado.

Por conclusión, con pastas. Muchos de estos amigos comían en la casa cada lunes y cada sábado, porque también figuraba este renglón en el programa de los usos elegantes y distinguidos de la familia.

Su mayor delicia consistía en obsequiarla con merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismo tiempo por opuestos extremos, hasta que, tropezándose las culpables bocas, sonaban escandalosos besos.

Mientras los chicos comían, enteramente abstraídos de lo que les rodeaba, el dueño del café, Hojeda, Miguel y los demás que asistían a esta escena los contemplaban con ojos que brillaban de alegría: todos los rostros expresaban un deleite casi sensual.

A todo decía que , y mientras comían, notó que el enfermo se animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «¿Y le dio usted al fin esas píldoras?». « por cierto.

Desaparecían los bocados entre sus labios de rosa sin dejar huella de su paso; funcionaban sus mandíbulas sin que este gesto disminuyese la hermosa serenidad del rostro; llevábase la copa a la boca sin que la más leve gota de líquido quedase como perla de color en sus comisuras. Así comían seguramente las diosas.