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Pensé en aquel momento en las dos almas de Cesarina y Susana, llegando a figurarme que habían venido bajo aquel símbolo alado, para recoger la de su madre, precediéndola en el lugar de su descanso eterno. ¡Cómo se explica uno las supersticiones del corazón cuando se encuentra éste emocionado y lejos de la influencia de la razón!

Me levanté de la cama e hice levantar a Cesarina, la única de mis hijas que se encontraba conmigo a la sazón, y una y otra, puestas de rodillas ante un Santo Cristo, esperábamos el momento del sacrificio ofreciendo nuestras almas a Dios. Luego pareció irse calmando todo.

Tenían todos grandes deseos de conocer al hermano de Cesarina, y creían que su aspecto había de ser elegante, como sus composiciones poéticas, y simpático como su hermana. No pudo ocultar la joven inglesa su pasión por las poesías del joven francés, y su madre, que hace siempre lo que su hija quiere, sonrió sin disgusto a esta inclinación.

Alfonso ha sido por unas semanas el favorito de la casa; y aprovechando esta circunstancia, hizo hablar a Cesarina con madame de la Pierre, para que esta señora lo hiciera a su vez con la madre de la joven inglesa. Pero la gran dificultad que me tiene intranquila ha de venir de nuestra parte, sobre todo de mis cuñadas de aquí; porque la joven de que se trata es protestante.

Sea lo que Dios quiera. La joven inglesa es conocida de Cesarina: esto me ha causado mucha alegría.

Pero en medio de la satisfacción que siento, recuerdo con honda pena al joven que tan enamorado estaba de Cesarina y al cual apoyaba en sus pretensiones. ¡Pobre joven! ¡Cuánto habrá sufrido!... Puesto que no queda ya ninguna esperanza, es preciso, pues, romper del todo, lo antes posible; Dios me ayudará como me ayuda siempre, y yo no me cansaré de repetirle millones de veces mi reconocimiento por los beneficios que me concede.

Mucho trabajo me cuesta el favorecer las inclinaciones hacia el apreciable joven M. de *, a quien estimo en mucho a causa de sus excelentes cualidades y lo quisiera para esposo de mi hermosa Cesarina. La familia de mi marido se opone a este matrimonio por razones sociales de bien poca monta por cierto, pero yo tengo la seguridad de que habrían de ser felices uno y otro.

Estoy leyendo los sermones de Massillón y la Odisea; mis hijas leen la historia antigua. ¡Pobres hijas mías! Se están portando como quienes son: alegres y buenas por todo extremo. Mas, ¡ay! ¿las dirijo yo como debo? ¿No tengo que echarme algo por ello en cara? ¿Tendré la culpa de las dificultades en que me encuentro por causa de Cesarina? ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

Estoy muy inquieta por la salud de Cesarina, y por el casamiento de Susana, que cuenta ya cerca de veintiún años. En este momento, bien pocas riquezas podemos ofrecer a sus pretendientes. ¿Qué mayor riqueza que las virtudes que atesora su corazón y la belleza incomparable de su rostro?

He tenido ocasión de entregarme a mis reflexiones; tuve un gran disgusto al separarme de mi Cesarina, y ella, por su parte, lo tuvo también al verme partir. Siempre que estoy turbada y abrumada, despejo mi cabeza reflexionando. Pero jamás sabemos de cierto en este mundo cuándo obramos bien o mal: Dios lo quiere así para tenernos humillados siempre en nuestra propia desconfianza.