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Actualizado: 15 de julio de 2025
¿Cuándo se cansará usted de comprar vestidos? continuó el español . ¿No tiene miedo de que su equipaje no quepa en el trasatlántico, cuando regresemos á Buenos Aires?... Se excusó Celinda, pensando otra vez en el lejano país. Debo hacer mis compras previsoramente. Piense que allá en nuestra colonia no hay nada de lo que se encuentra aquí con tanta facilidad.
Robledo asintió á estas palabras, pretendiendo animar á Celinda. Don Carlos no había querido moverse de su estancia, á pesar de lo mucho que le rogaron todos ellos para que les acompañase. No le interesaba ver en su vejez aquella Europa donde tantas locuras había realizado siendo joven. Deseaba conservar intactas las antiguas ilusiones.
¡Pensar que este andrajo fué igual á la heroína de Homero en aquella tierra á medio civilizar, donde no abundan las mujeres!... ¿Qué dirían ahora los que tantas locuras hicieron por ella, si la viesen como yo la he visto?... Cuando llegó al hotel, Watson y su esposa acababan de volver de su paseo. Dos criados seguían á Celinda cargados con enormes paquetes: las adquisiciones de aquella tarde.
Cuando todo el grupo de hombres de la Presa acabó de entrar en la explanada del rancho, Watson no prestó atención á las exclamaciones del español, asombrado de encontrarle allí. Tampoco se fijó en los saludos del comisario. Los dos le olvidaron también para ir en busca de Piola, colocándole sus revólveres en el pecho mientras le preguntaban dónde estaba Celinda.
Celinda apareció vestida con falda de amazona. Envió á su padre un beso con la punta del rebenque, y sin apoyarse en el estribo ni pedir ayuda á nadie, se colocó de un salto sobre el aparejo femenil, haciendo salir su caballo á todo galope hacia el río. No fué muy lejos.
Como Watson fingía no oírla y continuaba su trote, acabó ella por echar mano al lazo que guardaba en el delantero de la silla, y lo deslió para arrojarlo sobre el fugitivo. ¡Venga usted aquí, desobediente! El lazo cayó sobre Ricardo con exacta precisión, aprisionándolo, pero cuando Celinda empezaba á tirar de él, sacó el ingeniero un pequeño cuchillo, cortando la cuerda.
Lo que le había parecido en el primer momento un envoltorio de ropas contenía una vida, y se negaba á dejarse llevar. Tuvo la certidumbre de que su oído le engañaba, con el trastorno de la emoción, al hacerle oir una voz de mujer; pero al mismo tiempo creyó que Celinda le había reconocido, llamándolo con desesperado lamento: ¡Papá!... ¡papá!...
El joven, después de haberse arrodillado, quiso levantarse, convencido de la inutilidad de esta orden. Celinda tenía bien sujeta esa espuela. Pero ella insistió para mantenerlo en dicha posición. ¿No le digo, gringuito, que voy á perderla?... Fíjese bien. Y sólo accedió á reconocer su error y á permitir que se levantase cuando la otra hizo volver grupas á su caballo.
Este apodo primaveral se difundió inmediatamente por el país, y todos llamaron así á la hija del dueño de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda. Tenía diez y siete años, y aunque su estatura parecía inferior á la correspondiente á su edad, llamaba la atención por sus ágiles miembros y la energía de sus ademanes.
Luego se abalanzó sobre Celinda, besándola y mojando su rostro con frecuentes lagrimones. ¡Mi patroncita preciosa!... ¡Mi niña, que la he querido siempre como una hija!... Conocía á Celinda desde que ésta llegó al país y entró ella en la estancia como doméstica. Le resultaba doloroso separarse de la señorita, pero no podía transigir más tiempo con el carácter de su padre.
Palabra del Dia
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