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Actualizado: 5 de noviembre de 2025


Spadoni, como si despertase de pronto, se encaró con Castro, continuando en alta voz sus pensamientos. ...Es una martingala que inventó un lord ya difunto y que le hizo ganar millones. Ayer me lo explicaron. Primeramente, pone usted... ¡Ah, no, pianista del demonio! clamó Atilio . Ya me explicará eso en el Casino, si es que tengo la curiosidad de oirle.

Ya no quedaba funcionando en Europa ningún Casino: el de San Sebastián lo habían dedicado á convento; el de Ostende servía de laboratorio para nuevos cultivos de ostras; en todas las poblaciones de baños de mar ó de aguas medicinales, las gentes sólo se preocupaban del cuidado de su salud, y cuando querían distraerse jugaban en los paseos á la rayuela y á otros juegos de niños.

El trato mundanal le producía penosa impresión: para él Peñascosa, con su casino, sus cafés y tertulias, era un centro de frivolidad, por no decir corrupción.

Aunque tenía la certeza de que le engañaban, de que nadie en la tierra ni el cielo podía afianzar á la banca, siguió jugando. Sólo quedaban diez golpes. Y cuando dió el que hacía cincuenta, tuvo un rasgo magnánimo. Regaló con el pensamiento á los empleados del Casino los centenares, los miles, los millones y los millones de millones.

Al llegar de Inglaterra una remesa de mil ó dos mil libras esterlinas, bajaba arrogantemente desde su picacho al Casino. Un gran deber llenaba su existencia, y debía cumplirlo. ¡Esta vez iba á triunfar!

Para ellos, lo lógico era haber dado fin á la querella en la misma escalinata del Casino: dos trompazos á aquel «emboscado» que no iba á la guerra y se permitía molestar á los que cumplían su deber.

Pues, señor, ya ustedes comprenderán que en el Casino se armó una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo de mentiroso en su cara.

Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera.

A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!... Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío de usted.... No es mi tío.... Bueno... su.... Bien, adelante; el tío... ¿qué? Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí... No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?

La conozco dijo Atilio con acento de convicción al músico, que no se cansaba de admirarla . La he visto muchas veces. Cuando el día se muestra demasiado limpio, los directores del Casino temen que la clientela se aburra de tanto sol, de tanto azul: azul en el mar, azul en el cielo. «Que suelten la nube grande», ordenan por teléfono.

Palabra del Dia

vengado

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