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Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa, según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis. Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones de la chica.

El Magistral miraba al médico con gran curiosidad y algo de asombro. «¿Cómo aquel hombre de tan escasas luces discurría así en tal materia? ¿Sabía Somoza que era él y nadie más el cura oculto, el jefe espiritual de aquella casa? Si lo sabía ¿cómo le hablaba así? ¿También los tontos tenían el arte de disimular?». Entró Carraspique en el salón. Traía los ojos húmedos de recientes lágrimas.

Don Francisco de Asís Carraspique era uno de los individuos más importantes de la Junta Carlista de Vetusta, y el que hizo más sacrificios pecuniarios en tiempo oportuno. Era político porque se le había convencido de que la causa de la religión no prosperaría si los buenos cristianos no se metían a gobernar.

Aquel honor inesperado puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a la cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del país muy pronunciado.

La salvación se conseguía a costa de mucho padecer, y la alcanzaban muy pocos. La voz del Magistral en el estilo terrorista no era menos dulce que cuando sus ideas eran también melosas. La de salvación sonaba como la flauta del dios Pan; al decir «Dios misericordioso pero justo» aquella lengua imitaba el susurro del aura entre las flores.... Nunca hablaba del fuego del Infierno a los Carraspique.

Pero nos quiere mucho advirtió Carraspique. Pero es un loco... haciéndole favor. El Magistral, con buenas palabras, vino a decir lo mismo. «No había que hacer caso de Somoza; era un sectario.

El señor Carraspique daba pataditas en el suelo. ¡Estos liberales! murmuraba cerca del Magistral. ¡Qué Restauración ni qué niño muerto! Son los mismos perros con distintos collares.... El Estado se burla de la Iglesia, señor, eso es evidente, no hay concordato que valga; todo se promete, y no se hace nada....

Le dominaba por completo su mujer, fanática ardentísima, que aborrecía a los liberales porque allá en la otra guerra, los cristinos habían ahorcado de un árbol a su padre sin darle tiempo para confesar. Carraspique frisaba con los sesenta años, y no se distinguía ni por su valor ni por sus dotes de gobierno; se distinguía por sus millones. Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral.

Ha ido esta tarde dos veces a Palacio, una vez a casa del Arcipreste, otra a casa de Carraspique, otra a casa de Páez, otra a casa del Chato, dos a la Catedral, dos a la Santa Obra, una vez a las Paulinas, otra... ¡qué yo! Está muerta la pobre. ¿Y a qué ha ido? contestó De Pas al segundo trueno. Pausa solemne.

Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las manos en cruz, se acercó al Provisor. Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes.... ¿Qué?... Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a me ha de obedecer... yo he de persuadirle.... Que traigan un coche si no quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras.... Voy a verle, , voy a verle....