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La venta era de esas mixtas entre campesina y marinera; tenía las puertas y las paredes pintadas de verde, mostrador en el portal y a un lado un cuarto pequeño con una mesa de pino, blanca, un espejo cubierto con gasa y varias sillas. Estaba todo limpio a fuerza de arena y de baldeo. Contiguo a la venta había un soportal con una fragua: en aquel momento estaban herrando a un buey amarillento.

¿Por quién? ¡Ah! ése es mi secreto. Os reís seguramente, Catalina. Pero es igual, acortad un poco el paso. Explicadme lo que creéis saber. La campesina fingió asustarse de una revelación importante.

La conversación continuó así, con un lujo de detalles de esa avaricia campesina tan repugnante, y cuando llegaron a un arreglo definitivo, doña Celestina gritó a sus hijas: ¡Que venga la Shele! Vino la Shele, pálida, con los ojos bajos y las ojeras moradas. Hemos quedado de acuerdo en que te casarás con este joven. Bueno, señora contestó ella, con una voz débil como un sollozo. ¿No dices nada?

Sus intentos de vida simple y campesina en el retiro de Villa-Sirena no le habían hecho olvidar los cuidados higiénicos á que estaba acostumbrado desde la niñez. Pero ahora se trataba de algo más; quería acicalarse, realzar con exquisiteces interiores su individualidad física, que consideraba de repente un poco maltratada por los años.

Ella no la iba á abandonar, nada tenía que temer; el P. Camorra tenía otras cosas en la cabeza; Julî no era más que una pobre campesina... Pero al llegar á la puerta del convento ó casa parroquial, Julî se negó tenazmente á subir y se cogió á la pared. ¡No, no! suplicaba llena de terror; ¡oh, no, no, tened piedad!... Pero que tonta...

No sólo sufría su cariño de madre, sino que, si su hija moría, la fortuna del conde se le escapaba. El doctor pretendió que no quedaba otra esperanza que darle a la criatura una nodriza robusta y hacerle respirar el aire del campo. Yo me había informado de una nodriza, y conocía una robusta campesina no lejos de Bruselas, que se había presentado a ofrecerse.

Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada. No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.