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Actualizado: 30 de junio de 2025


La Crónica de Wingdam de la semana siguiente, bajo el título de «Escena conmovedora», decía: «En nuestra ciudad, donde tan frecuentes son hechos e incidentes de todo género, ha tenido lugar ayer uno de los más tiernos y conmovedores que registra la historia de California.

Inútil es decir que nuestra modista francesa aclimatada en California, habia encontrado un campo mas extenso para sus coqueterías, y que la fingida rivalidad de algunos tunantes de buen humor la ponía en los mas cómicos apuros.

Y se embarcó, pensando que es necedad rodar por el mundo cuando, las más de las veces, lo que buscamos lo tenemos en la propia casa. Se había vuelto de repente mujer de orden; deseaba enterarse del estado de sus negocios; creía necesario conferenciar con su tutor. No sabía ciertamente qué podría decirle; pero consideraba urgente el verle, por el solo hecho de que vivía en California.

Aprovechando estas ventajas, continuó Edmundo rápidamente: Pero, estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás La Suerte, según las leyes de los Estados Unidos y de California, y... en nombre de Dios. Amén. Por primera vez se profería en el campamento el nombre de Dios de otro modo que profanándolo.

El había llevado una vez desde Europa armas y municiones para una revolución de la América del Sur. Tòni le había contado sus aventuras en el golfo de California mandando una pequeña goleta que servía de transporte á los insurrectos de las provincias septentrionales alzados contra el gobierno de Méjico.

Así es que, impresionado por unos poemas que describían el efecto de las costumbres de California sobre un alma sensible y las vagas aspiraciones al infinito de un pecho generoso a la vista del cuadro desconsolador de la sociedad californiana, decidió buscar a la ignorada musa.

Y sacó el lazo por encima de sus hombros; pero al ver que el joven permanecía inmóvil, como si en su presencia perdiese toda iniciativa, le presentó la mano derecha con una majestad cómica: Bese usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aquí en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendió en su Universidad de California.

Esta esperanza, más que ninguna otra cosa, mina por completo y hiere de muerte, desde sus principios, cualquiera empresa que intente llevar á cabo. ¿Por qué trabajar y afanarse y tratar de salir de la miseria en que se encuentra, si de un momento á otro el brazo del Gobierno lo pondrá á flote? ¿Por qué procurar librarse la subsistencia aquí con el sudor de su frente, ó ir á California á extraer oro, cuando no pasará mucho tiempo sin que ese mismo Gobierno le haga feliz, poniendo en sus bolsillos, con intervalos mensuales, un puñado de monedas brillantes procedentes de las arcas de la República?

A los catorce años emigraba de Albany, su ciudad natal, para California, en busca de mejor fortuna. Era en la época de la fiebre del oro, y una verdadera corriente humana se precipitaba en los valles de este territorio en busca de Eldorado con su relativo Pactolo. Era por lo general la hez del mundo esta que iba a la conquista del Vellocino.

Deleitaba á Rosalindo contándole sus andanzas en el Japón, su vida de marinero á bordo de la flota turca y sus expediciones siendo niño á la California, en compañía de su padre, cuando la fiebre del oro arrastraba allá á gentes de todos los países. ¡Lo que podía importarle á un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la tumba de la difunta Correa!... Cosas más difíciles tenía en su historia, y no iba á ser la primera ni la décima vez que atravesase los Andes, pues lo había hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos quedan borrados por la nieve y ni los animales se atreven á salvar la inmensa barrera cubierta de blanco.

Palabra del Dia

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