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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Era demasiado pronto. El toro no estaba bien colocado: iba a arrancarse y a cogerlo. Movíase fuera de todas las reglas del arte. Pero ¿qué le importaban las reglas ni la vida a aquel desesperado?... De pronto se echó con la espada por delante, al mismo tiempo que la fiera caía sobre él. Fue un encontronazo brutal, salvaje.

Comentaban los defectos de todos los espadas, discutían sus méritos y el dinero que ganaban, mientras el enfermo escuchábales en forzosa inmovilidad o caía en una torpeza soñolienta, mecido por el susurro de la conversación.

El altar mayor y todo lo que cerca de él había se designaba mejor por la claridad que caía de las ventanillas de la cúpula; pero desde allí hasta el fondo, donde yo me hallaba, las sombras se iban espesando. Permanecí indeciso hasta que la monja, sacando un fósforo, me señaló con el dedo unos reclinatorios de terciopelo rojo que había arrimados a la pared del fondo.

Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto de dos peruanos con el diablo. En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de polvos de la condesa.

Empezó á edificarse la ciudad, y á levantarse al rededor una cerca de tierra de tres pies de ancho, y una lanza de alto; pero lo que se hacia hoy se caia mañana: y dentro de ella una casa fuerte para el Gobernador. Padecian todos tan gran miseria que muchos morian de hambre, ni eran bastantes á remediarla los caballos.

Lo último es lo que le acontecía al epicúreo Colignon, que, entre jadeos y sofocos, remontaba periódicamente la cuesta del asilo, atraído por el ascético Belarmino; es decir que caía, sin voluntad, subiendo hacia él. El señor Colignon, bastante avejentado ya, penetra, con sus acompañantes, en el zaguán del asilo; una pieza alongada, de paredes desnudas, con cuatro desvalidas silletas de paja.

Daba este mucha importancia a su apostolado, y cuando le caía en las manos uno de aquellos negocios de conquista espiritual, exageraba los peligros y dificultades para dar más valor a su victoria.

Pero hombre de conciencia, supo al fin abdicar su autoridad antes de producir mayores males, diciendo: «Es preciso que le vea a usted un oculista. Que le vea a usted Golfín». D. Francisco creyó que se le caía el cielo encima. Sin duda su mal era grave. Vencida por el temor la avaricia, no pensó en poner reparo al dictamen de su médico y de toda la familia.

Y él caía y caía, durante años, durante siglos, hasta sentir en su espalda la blandura de la cama... Abría entonces los ojos. Margalida estaba allí, contemplándolo con expresión de terror a la luz del candil. Debían ser las altas horas de la noche. La pobre muchacha suspiraba de miedo mientras le cogía los brazos con sus manecitas temblorosas. ¡Don ChaumeAy, don Chaume!...

Le parecía ver a través de una nube del cálido vapor de la emoción los ojos verdes, grandes, luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante.

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