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Actualizado: 26 de junio de 2025
Así pasaban la noche, devorando dulces, arrojándolos contra las paredes, sorbiéndose por docenas las tazas de chocolate, hasta que al amanecer se iban a dormir, ahítos de azúcar y soconusco. Todos los gitanos bailaban con la desposada, calándose su floreado morrión.
En uno de los ángulos del Campo bailaban los aldeanos al son de la gaita y el tambor; en otro hacían lo propio las artesanas al compás de la banda municipal. La gente discurría por el espacio libre cada vez con menos desahogo, pues la calle del Cuadrante no cesaba de vomitar blusas azules y pañuelos de percal sobre el citado Campo.
Y algunos, más ingenuos, confesaban la penuria de su presupuesto, maldecían de las exigencias sociales... y se reservaban para «última hora». Porque a última hora bailaban, pese a Ronzal, los de levita, los de jaquet y hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!». Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario, llegó un poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y... tembló.
Muchas veces he oído decir a sujetos graves, y he leído en periódicos y en libros, que en la última guerra entre Francia y Prusia perdieron los franceses porque andaban entonces muy corrompidos y bailaban demasiado cancan; pero ¿eran acaso los prusianos algunos padres del yermo, y no gastaban del mismo baile o de otros no menos descompuestos y lascivos?
Sus retratos figuraban hasta en las cajas de cerillas, los periódicos hablaban de ellas; tenían diamantes a porrillo, bailaban en teatros y en palacios y a una de ellas la había robado un gran duque, archipámpano o no recordaba Rafael qué otro título, llevándosela a un castillo, donde vivía como una reina.
El constante movimiento de aquella multitud abigarrada producía una especie de titilación que deslumbraba. Todo era ruido y algazara. Aquí en un grupo bailaban al son de la gaita y el tambor unas cuantas parejas: allá en otro hacían lo mismo otras al toque destemplado de una zanfonia.
Arriba en la inmensidad lívida, una pequeña nube, un encaje de luz rosada y pura, se irisaba como una maravillosa concha de nácar. Del alma de Adriana huían los pensamientos mezquinos y sus ojos se abismaron en la tristeza del firmamento pálido. Las cosas pasadas en aquellos días surgieron como fantasmas que bailaban precipitadamente en el sitio donde había desaparecido el sol.
Los arpistas tocaban sonatas populares y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo.
El jefe de los pescadores y el contramaestre, agarrados del brazo, bailaban en torno de los barriles, declamando versos chinos. Ninguno de aquellos beodos se acordaba de los salvajes, ni mucho menos del Capitán y sus compañeros, a quienes daban ya por muertos y asados. Van-Stael, arrebatado de furor, se lanzó en medio de aquella patulea de borrachos, gritando: ¡Miserables! ¿Qué habéis hecho?
Velázquez observó cuidadosamente á cuantas mujeres bailaban esperando descubrir á Soledad; pero no logró nada. Calló, al fin, la orquesta. Por todo el ámbito del salón comenzó á hormiguear la muchedumbre con algazara. Los gritos de las máscaras dando bromas á sus conocidos levantaban horrible algarabía.
Palabra del Dia
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