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Nunca se había visto nada semejante, y Materne, indignado, se avergonzaba del miedo de aquella gente, que, pudiendo defenderse, huían de una manera cobarde por egoísmo y por salvar sus bienes.

Rafael, su amigo y Andresito caminaban lentamente, con cachaza filosófica, mirando el hermoso grupo, sin intentar mezclarse en él. Mientras tanto, Juanito pasaba la tarde en la cocina. Era una tendencia que avergonzaba a doña Manuela la que demostraba su hijo mayor. Apenas se formaba en la cocina una tertulia de criadas, allí estaba él, como arrastrado por irresistible seducción.

En medio de esta vida, que interiormente le avergonzaba, se conoció con Adriana en la casa de Charito González, antigua y leal amiga suya. Al principio no fue sino un sentimiento ligero, un suave placer de galantería y el encanto de oír las alusiones de las personas que frecuentaban la casa.

Su mujer estaba en el cementerio; y al hablar de ella humedecíanse sus ojos, por el recuerdo, sin duda, de las palizas que la había dado. Ahora tenía con él a la Borracha, la trapera más sucia y mal trabajadora que existía desde Bellasvistas a Fuencarral. Un dragón con faldas, señores; él no se avergonzaba de confesar su cobardía.

Inspirábanle respeto los imponentes criados, ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechos más extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora. Se avergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contraste entre aquel ambiente y su aspecto. Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco a poco.

Le molestaba ver aún allí el relampagueo de aquella mirada fría, repeliéndole, evitando la aproximación. Le avergonzaba el recuerdo de sus estúpidas preguntas. Y sin contestar al saludo del ermitaño y su familia, se lanzó monte abajo con la esperanza de volver a encontrarla, no sabía dónde. Rodaban las rojas piedras bajo sus pies.

Se avergonzaba de una denegación; pero en aquellas circunstancias y en aquella casa, la verdad no sólo la avergonzaba, sino que le daba miedo. Así es que dijo: ¿Yo? No.... Es una lástima que se perviertan jóvenes así. ¡Ah! Pero no faltarán buenas almas que oren por ellos y les ayuden á salir de la miseria. ¿No? Es verdad contestó Clara.

Jacinta se avergonzaba de antemano, poniéndose colorada, sólo de considerar que entraba Barbarita diciéndole con su maleante estilo: «Pero hija, ¿conque es cierto que mandaste a Deogracias meterse en las alcantarillas para salvar unos niños abandonados...?». Sólo a su marido, bajo palabra de secreto, contó el lance de los gatitos.

Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carne rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calor de la familia... algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo, quería... no sabía qué... a que tenía derecho... y encontraba a su marido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en una caja de sorpresa.... La ola de la indignación subió al rostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas.

Pero como de abandonarse a sus instintos, a sus ensueños y quimeras se había originado la nebulosa aventura de la barca de Trébol, que la avergonzaba todavía, miraba con desconfianza, y hasta repugnancia moral, cuanto hablaba de relaciones entre hombres y mujeres, si de ellas nacía algún placer, por ideal que fuese.