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Actualizado: 26 de junio de 2025


Se avergonzaba de llamar a a quien al presentarse como madre tenía que declarar su culpa, y, ella lo decía, su deshonra. Dudaba de que una hija, a quien, fuese por lo que fuese, ni había criado, ni visto, ni acariciado nunca, la pudiese querer. Recelaba hallar frialdad, tibieza al menos, en su hija. No creía en la misteriosa fuerza de la sangre.

Pero dime: ¿desde cuándo te has metido á orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes. El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que á Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.

La señorita Nancy no se avergonzaba, por su parte, de esto. En efecto, a la vez que se vestía, la joven contaba a su tía cómo habían hecho su hermana Priscila y ella para poner sus ropas en las cajas la víspera, porque esa mañana tenían que amasar, y limpiar la casa. Era, pues, conveniente que dejaran además una buena provisión de fiambres para los sirvientes.

Protegerlos, ayudarles a eludir las leyes indeclinables de la Naturaleza es indigno de un hombre civilizado, y mucho más de quien como él se dedicaba al estudio de la ciencia positiva. El que deba vivir que viva; el que deba caer que caiga. De aquí su remordimiento y tristeza. Y lo que más le avergonzaba era que, viendo comer a aquel desgraciado con apetito voraz, había llorado de ternura.

Doña Juana, pues, sufría y gozaba; lloraba y sonreía, se avergonzaba, y sin embargo su alma se dilataba, reposaba en una dulce confianza. Doña Juana entonces estaba en el cielo, sin haber desaparecido de la tierra. Asió las manos de los dos jóvenes, los atrajo á , los estrechó á un tiempo contra su pecho, y partió con los dos sus besos y sus lágrimas.

Y él en vez de apresarle, lo había espantado para siempre con un acto villano, con una despedida cruel, cuyo recuerdo le avergonzaba. Coronado del azahar de los huertos, el amor había pasado ante él, cantando el himno de la juventud loca, sin escrúpulos ni ambiciones, invitándole a ir tras sus pasos, y él le había contestado con una pedrada en las espaldas. Ya no volvería a pasar, lo presentía.

Todavía le dió otros tres o cuatro pases superiores, de verdadero maestro, con los cuales arregló la cabeza al pobre Raimundo, esto es, le dejó inmóvil, confuso, fascinado, como ella le quería, en suma. Al mismo tiempo explicó con habilidad aquellas manifestaciones de simpatía un poco extrañas cuyo recuerdo la avergonzaba.

Sentía en su ánimo un afán de protesta caballeresco: se avergonzaba de pensar que ella huyese por haberle querido y que él quedase allí, triste e inerte como una doncella a la que abandona su amante convencido de que con su amor la causa grave daño. ¡Ira de Dios!

Salieron por fin de allí y regresaron al centro por el mismo paseo. Estaba éste, como domingo, muy concurrido, pero aunque García iba bastante mal trajeado y contrastaba con la elegancia perfilada que ostentaba siempre su amigo, éste no se avergonzaba poco ni mucho de llevarle a su lado: una buena cualidad que hay que reconocerle. García la agradecía con todo el calor de su alma.

Al pobre Pez le decía constantemente que se mirase en el espejo de D. Juan de Lantigua, el gran católico, el gran letrado y escritor, tan piadoso en la teoría como en la práctica, pues no hacía nada contrario al dogma; ni su cristiandad era de fórmula, sino sincera y real; hombre valiente y recto, que no se avergonzaba de cumplir con la Iglesia y de estarse tres horas de rodillas al lado de las beatas.

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