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Actualizado: 25 de junio de 2025


¡Noche...! Sulamita, tan hermosa y tan negra cual mis propios pesares, como aquella que muere de langor, y palpita entre los nardos del Cantar de los cantares; emperatriz augusta del silencio y la sombra, noche meditabunda, ¡salve, mil veces salve!

De otro modo, Dios mio; si la mirada del telescopio pudiera penetrar en tu morada augusta, ese promontorio que tengo delante pondria andamios á través de la atmósfera, escalaria el cielo, y querria sentarse en tu trono inmortal.

En ellos cautiva la augusta personilla por cierto aspecto inocente y travieso, cándido y malicioso que le imprime una gracia superior a toda ponderación: para aumentar el encanto parece, además, que existe indudable relación entre su edad y el riente paisaje que le rodea.

Para que mistress Augusta Haynes se decidiese á llamar al ingeniero Gillespie pretendiente que nunca había sido de su gusto era preciso que la hija estuviera en verdadero peligro de muerte. ¡Y él que se hallaba al otro lado del mundo, separado por una navegación de varias semanas!...

No quiso dormir más, como si temiera sufrir de nuevo las negras pesadillas del ensueño. Prefería la realidad: aquel silencio de la catedral que le envolvía en una dulce caricia; la calma augusta del templo, inmenso monte de piedra labrada que parecía pesar sobre él aplastándolo, ocultando para siempre su debilidad de perseguido.

La cámara y todos los destinos pertencientes á su persona, se servian por damas y caballeros de la primera nobleza de España; asi lo dice en las listas que de ellos forma D. Lorenzo de Padilla. Inútil es hacer mencion de las ropas y alhajas que habian de adornar á tan augusta princesa: se puede decir para abreviar que se habian dispuesto con elegancia y profusion.

Luego hizo el elogio de su esposa, excelente directora de hogar, madre que se sacrificaba con modestia por sus hijos, por su esposo. ¡Ay, la dulce Augusta!... Veinte años de matrimonio iban transcurridos, y la adoraba como el día en que se vieron por primera vez. Guardaba en un bolsillo de su uniforme todas las cartas que ella le había escrito desde el principio de la campaña.

Una voz jovial hablaba con la señora de Marques; y la cancela de la escalera cerróse sutilmente. ¿Quién acaba de salir ahora, doña Augusta? pregunté sudoroso. Cabritilla que va a la oficina... Volví a mi cuarto: todo reposaba tranquilo, idéntico, real. El infolio estaba aún abierto por la página temerosa.

Aquellos árboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían: su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban una sensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que se extendían por el espacio firmes y poderosos, repletos de savia, le infundían respeto y envidia.

La existencia de Romadonga se deslizaba serena, feliz, egoísta como la de un dios, viviendo únicamente para y contemplando con augusta indiferencia los dolores y las alegrías de los otros. Excusado es decir que el sol que más iluminaba y amenizaba aquella existencia era la mujer. Pero no una mujer determinada; la mujer en general; hoy una, mañana otra.

Palabra del Dia

irrascible

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