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Gracias a él había rescatado ya, poco a poco, una gran parte de ella. El resto no le apuraba. Sabía que Da. Carmen tenía hecho testamento a favor de su hijastra, y aunque esta señora había mejorado un poco, era segura su muerte en plazo breve. Los médicos habían descubierto en ella un tumor. No se atrevían a operarla a causa de su extremada debilidad.

Ningún indígena se veía por allí, ni la menor sombra humana se dejaba ver por las escolleras ni por las rocas que rodeaban la bahía. Sin duda los antropófagos no se atrevían aún a dar el asalto. A media noche, Van-Horn y Cornelio, que sólo habían dormido con un ojo, como suele decirse, entraron a hacer la segunda guardia con diez chinos. ¿Nada de nuevo, tío? preguntó Cornelio al Capitán.

Todas las gentes me miraban curiosas, como si quisieran reconocerme, para llamarme por mi nombre. Temerosas de un chasco no se atrevían a hablarme, y se daban por satisfechas con verme de pies a cabeza y examinar mi traje de cortesano. Me pareció que unas a otras se preguntaban al verme: ¿Quién es éste? ¿A qué vendrá? ¡Pobre de que había soñado con un recibimiento caluroso!

La pobre villa parece un huevo entre dos piedras, y yo me voy, Luis, me voy, y admiro el gusto que tienes en ver estas cosas. Aresti le escuchaba con interés. Había hecho el viaje atraído por la posibilidad de un choque. Deseaba ver cómo los obreros de la montaña, y los industrialillos de la villa se atrevían por primera vez con el jesuitismo.

En el fondo, fue una reedición sobre el Corán, de lo que los judíos habían realizado sobre el Talmud y los cristianos sobre la Biblia, crucificando a todos los que se atrevían a mirar el mundo sin las anteojeras confeccionadas por los respectivos profetas, para suprimir la originalidad, que es la fuente de diferenciación que origina el progreso.

Cuando la herramienta de piedra ahuecaba los troncos de los árboles y los brazos humanos se atrevían á tender el primer cuero ante las fuerzas atmosféricas, se poblaban rápidamente las costas. Los templos del interior se reconstruían en los promontorios, y apuntaban las ciudades marítimas, primeros núcleos de la civilización presente.

Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Y si se atrevían á insultar á alguien con su pensamiento, era al extranjero, al miserable gachupín Maltrana, sentado en el sitio de honor. Castillejo prefería siempre la parte delantera.

Pero otras cosas más inmediatas quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos, tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de palabras. No se atrevían á hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos.

Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta, llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los agraciados para darles la noticia.