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Saltó a la escalera, la subió en dos zancadas, atravesó el muelle y el andén en muy pocas más, tomó el camino del Miradorio; y al dominar el primer recuesto se halló cara a cara con Nieves que venía por el entrellano a todo andar también, algo sofocadita y un poco anhelante; pero muy mona, ¡muy mona!

Agarró al señorito por el medio del cuerpo y lo echó al hombro con la misma facilidad que si fuese un canastillo de cerezas. Salió de la huerta, cruzó el pueblo rápidamente y entró en el camino de Vegalora. Pronto apareció en el puente y lo atravesó como una saeta.

Despidiéndose brevemente de las dos señoras, atravesó el salón a prisa. «¡A esa, a esa! gritó Moreno , sin duda se lleva algo. Caballeros, vean ustedes si les falta el reloj. Bárbara, que debajo de la mantilla de la rata eclesiástica veo un bulto... ¿No había aquí candeleros de plata?».

¡Oh! en cuanto a olvidaros... perder el recuerdo de vuestra gracia, de vuestra bondad... ¡nunca, señorita, jamás! Su voz temblaba. Tuvo miedo de su emoción, y se levantó. Os repito, señorita, que debo ir a saludar a vuestra hermana... me ha visto... y debe estar asombrada... Atravesó el salón, mientras Bettina lo seguía con la vista.

Dejando que su hermano se arreglara como pudiese con los demás tratadistas de derecho público, abandonó el café con ánimo de irse derechito a su casa. Atravesó la Plaza Mayor, desde la calle de Felipe III a la de la Sal, y en aquel ángulo no pudo menos que pararse un rato, mirando hacia las fachadas del lado occidental del cuadrilátero.

Se acordaba de que, al llegar a la Ronda, le había detenido el paso un perezoso carromato de cinco mulas, de esos que no acaban de pasar nunca. El muchacho, impaciente y atrevido, atravesó por debajo de la panza de una de las mulas, que por más señas era torda.

Núñez dejó escapar un murmullo de aprobación sin levantar la cabeza, pero miró con el rabillo del ojo a su amigo y una chispa de malicia atravesó por sus ojos. Dudo que exista en el mundo prosiguió Tristán una ciudad más aburrida, más prosaica y cominera que la capital de España.

Subió al piso principal, atravesó todas las habitaciones y abrió la puerta del gabinete, el cual estaba amueblado como en otro tiempo; exactamente igual que hacía seis años. Hasta la cena que había encargado antes de su repentina marcha, apareció dispuesta ante sus ojos. Vio que en la mesa había dos cubiertos.

Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales le cubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero; pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla y alargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubios y le clavó a uno de los cañones.

Atravesó la sala y miró por la rendija. Su marido tocaba vuelto de espaldas a la puerta. Elena permaneció inmóvil algunos instantes y sintiendo que sus piernas flaqueaban y que iba a caer, apretó convulsivamente el frasco que llevaba y se aventuró a decir: ¡Germán! Pero la voz no salió apenas de su garganta. Reynoso no la oyó.