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Actualizado: 6 de junio de 2025


Don Salvador fijó un momento su atención y repuso: Efectivamente, se oye un gran alboroto en la calle. Los gritos, la algazara, no solamente iban en aumento, sino que parecían acercarse hacia aquel pacífico retiro. Don Salvador descorrió la persiana de una de las ventanas del pabellón, y asomándose, dijo en voz alta: Atanasio.

Entonces fue cuando el padre Atanasio pintó ante los ojos de su alma y con colores muy vivos, el peligro espantoso de caer en pecado mortal a que él y María Antonia Fernández se exponían, y le prohibió resuelta y terminantemente que volviese a visitarla y a tratar con ella.

Doña Mencía apenas conversaba con más personas que con el Padre Atanasio su capellán, con Nuño, su escudero y maestresala, y con la hija de Nuño, Leonor, que era su íntima servidora y confidenta. Mucho lamentaba doña Mencía, en sus conversaciones con el Padre Atanasio, los escándalos y las civiles contiendas que asolaban el país y tenían a sus hombres de más valer armados unos contra otros.

Sin duda el P. Atanasio, que era su director espiritual, y, según hemos dicho, grave y severísimo, la amonestó o la reprendió, ora por el peligro a que se exponía o por la ocasión que daba a que la censurasen, si no había pecado, ora por el pecado mismo si, dejándose ella caer en la tentación, había cometido alguno.

Hallándose presente ésta, así como también el P. Atanasio, hizo venir a Juan Moreno Güeto y le indujo a contraer con Leonor solemnes esponsales, que autorizó el P. Atanasio, prometiendo, por su parte, ser pronto el ministro que santificase por la virtud del sacramento la unión de los novios.

La marquesa viuda de Montefrío, prendada de las virtudes de D. Jacinto, y después de oír los consejos e informes del Padre Atanasio, su confesor, había decidido tomar a don Jacinto para yerno, casándole con su hija, la marquesita, heredada ya y señora de una renta anual de más de veinte mil ducados.

Con tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María Antonia Fernández estos sentimientos delicados que me atrevo a sospechar que predispusieron a aquella mujer para que a poco, estimulada por la tempestad, por el sermón elocuentísimo del padre Atanasio, y hasta por la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito su conversión milagrosa.

Yo cómo castigaros de manera que lo sintáis, ahora que vuestras fechorías os han privado de la protección de la iglesia. ¡Á ver! ¡Tres hermanos legos, Francisco, Atanasio y José, apoderaos del truhán, atadle los brazos y decid al hermano portero que le aplique unas cuantas docenas de azotes con un buen rebenque!

¿Qué manda Vd., señor? contestó un hombre que se hallaba cavando un cuadro de tierra cerca del pabellón. Anda, hombre, anda por el postigo de la tapia a ver lo que sucede en la calle. Atanasio corrió hacia el sitio indicado, pero al abrir la pequeña puerta que daba paso a la calle, retrocedió, cayendo de espaldas contra la tapia.

En cuanto al marqués, solo el padre Atanasio, su confesor, supo lo que padecía, recordando su fea, aunque momentánea falta, y pensando, ya en el misterioso afecto que la Caramba le había inspirado, ya en la singular pasión que tuvo por él aquella mujer, pasión que fue tomando diversas formas y condiciones, que sin duda no extinguió el desengaño ni la penitencia, y que no se desprendió del ser de ella hasta que se desprendió de ella el alma al exhalar el postrer suspiro.

Palabra del Dia

lanterna

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