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Actualizado: 6 de junio de 2025


No le disputeis eso, no disputeis con él para persuadirle de que sus ojos no deben ver, de que su sangre se debe helar, de que sus sienes no deben latir; para persuadirle de que esa creacion cuyas maravillas arrancan una fervorosa y sublime plegaria de su boca trémula, debe desaparecer en un instante ante la aparicion enlutada de un ataud.

Y el ataúd abierto, que aguardaba para recibir al rey, estaba allí junto a su cama para que el rey le contemplase. Tremendos son los pormenores de aquella lenta agonía, relatados por el Sr. Danvila, así como por Cabrera de Córdoba y por otros historiadores. Baste aquí lo expuesto en resumen. D. Cristóbal de Moura, hasta que el rey exhaló su último suspiro, gozó de su plena confianza.

Después, descendiendo por los estrechos escalones, a la claridad de un tragaluz, en los subterráneos del monasterio, avancé lentamente por entre los restos de la muerte de que estaban sembrados; y, deseoso de entregarme sin distracción, al sentimiento vago y casi dulce que me inspiraba la solemnidad de aquel retiro, me senté sobre un ataúd destruido.

Al abrir los ojos no vio más que a un hermano que le dijo que la comunidad no había creído prudente conceder a su amigo sepultura católica, porque en el misterio en que había sobre la naturaleza de su muerte, había temido excederse en sus deberes rodeando el ataúd del infortunado de las pompas de la religión.

¡Armas! ¡armas!... exclamaban irónicamente algunos compañeros de ojos exaltados . ¿Y para qué las queréis? Eso no sirve de nada. ¡Dinamita, me caso con Dios! ¡Bombas de dinamita! Maltrana entró en el depósito abriéndose paso en la masa de blusas, y vio el cadáver del señor José sobre una mesa de mármol, dentro de un modesto ataúd que habían costeado los del oficio.

Paseábase observando con mirada rápida y exacta la reunión, que, a guisa de mosaico, amontonaba el acaso en aquellas tablas, cuyo conjunto se llama navío, así como en dimensiones más pequeñas se llama ataúd. Pero hay poco que observar en hombres que parecen ebrios, y en mujeres que semejan cadáveres.

El ataúd no tenía signo distintivo de ninguna especie que le diferenciase de los demás, así como tampoco había el sepulturero señalado el sitio donde se hallaba sepultada mi madre; debía ser abierta nuevamente la fosa, a fin de asegurar que nuestra piadosa intención no fuese burlada, y no nos llevásemos unos restos desconocidos en lugar de los de mi madre. ¡Olvidemos aquellos lúgubres detalles!

Sobre el puente de entrada, al pié de una de las enormes ruedas del vapor, estaba el cadáver en su ataúd, cubierto con la bandera británica enlutada, y desde allí hasta el interior se prolongaban dos filas dobles de oficiales y marineros, escuchando con recogimiento los salmos y las oraciones severas del oficio de difuntos.

A principios de febrero, una mañana, Mary me mandó un recado urgente diciéndome que fuera a Bisusalde lo más pronto posible. Me vestí, tomé el caballo de Aspillaga y, al trote, me fuí a la casa de la playa. Mi tío Juan había muerto. En la casa estaban Mary, el criado viejo, Quenoveva y Urbistondo. Me enteré de lo que se necesitaba. Había que mandar construir un ataúd en Lúzaro.

Cuatro hombres que llevaban un ataúd cubierto con un lienzo, abrían la fúnebre comitiva, y a su lado otras tantas jóvenes, vestidas de blanco, con el cabello tendido, los ojos enrojecidos por las lágrimas, el seno palpitante por los suspiros, que, con una mano, levantaban los extremos del paño mortuorio.

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