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Actualizado: 28 de junio de 2025


Y el ataúd abierto, que aguardaba para recibir al rey, estaba allí junto a su cama para que el rey le contemplase. Tremendos son los pormenores de aquella lenta agonía, relatados por el Sr. Danvila, así como por Cabrera de Córdoba y por otros historiadores. Baste aquí lo expuesto en resumen. D. Cristóbal de Moura, hasta que el rey exhaló su último suspiro, gozó de su plena confianza.

D. Cristóbal de Moura no pasa, sin embargo, de ser mero instrumento de superiores voluntades humanas; su figura se hunde y se anega, digámoslo así, en el torrente impetuoso de los grandes sucesos, y su personalidad queda obscurecida y eclipsada por las de aquellos príncipes y señores que intervienen en los sucesos, que los dirigen o los determinan, y cuyos caracteres, talentos, virtudes y vicios, despiertan más nuestra curiosidad y llaman hacia ellos nuestro pensamiento con mil veces mayor atractivo.

La acción de D. Cristóbal de Moura es evidentísima en todo esto y su evidencia se manifiesta con perfecta claridad merced al detenido relato que hace el Sr. Danvila, ilustrándole con gran copia de documentos, no pocos de ellos desconocidos e inéditos hasta ahora y sacados de los archivos.

En todo este elogio, no hay la menor censura sobre la moral de la reina, sino profunda admiración al buen éxito de sus empresas: envidia casi, no porque Felipe II hubiera sido más cruel y más tirano, sino porque fue menos hábil. La vida de D. Cristóbal de Moura, y por consiguiente, el libro del Sr. Danvila, se extienden aun algunos años por el reinado de Felipe III.

En el mayor acontecimiento de nuestra historia, en la realización, por desgracia harto poco duradera, de la más alta aspiración patriótica de los españoles, D. Cristóbal de Moura interviene con pasmosa y feliz eficacia.

La princesa doña Juana y el rey prudente Don Felipe se interponen casi de continuo y nos encubren o no nos dejan ver a D. Cristóbal. Hasta los personajes de tan corto valer moral e intelectual, como el rey cardenal D. Enrique y como D. Antonio, Prior de Crato, descuellan por el pedestal en que están colocados, y por la posición social que ocupan, y tapan también a D. Cristóbal de Moura.

No era dable que el autor reprimiese su deseo de pintarnos detenidamente sin dejar indicados con vaguedad en el fondo a tantos y tantos importantes personajes, a fin de que apareciese en primer término, sin apartarse de nuestra vista y como centro y principal objeto de todo, D. Cristóbal de Moura, a quien, sin embargo, es menester confesar que se debió más que a nadie el buen éxito de la unión de Portugal y de Castilla y que esta unión fuese menos violenta y mucho más durable de lo que hubiera podido temerse y de lo que, sin duda, Felipe II temía.

Todo esto tiene que inferirse de lo que cada personaje dice y hace: inducción, en mi sentir, muy sujeta a engaños, por donde se ha dudado y se ha disputado siempre no poco sobre el valer moral e intelectual de muy célebres figuras históricas. Sobre D. Cristóbal de Moura no hay, no puede haber duda ni disputa.

El prudente rey Don Felipe II reconoce entonces la capacidad y el valer del servidor de su hermana y se aprovecha de tan altas condiciones, empleando a aquel hidalgo portugués en los asuntos más arduos. Hábil y dichoso D. Cristóbal de Moura, los desempeña a gusto y satisfacción del soberano, y es delicado, fino e inteligente instrumento de sus artes políticas y de su prudencia cautelosa.

Como D. Cristóbal de Moura se opuso, aunque en balde, al impolítico sermón de fray Hernando del Castillo, bien se puede afirmar que en dicha ocasión, así como en algunas otras, venció en prudencia a su augusto amo. Es singular, a mi ver, la patente superioridad del pueblo, en la época del mayor valer de España, sobre los príncipes que dirigieron sus destinos, salvo los Reyes Católicos.

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