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En casa del rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecido palillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sus habitantes. Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado, dejóse caer en él hundiéndole profundamente.

Cogió de un canastillo una orquídea blanca con manchas rojas y dijo presentándosela á Jacobo: Guárdala en memoria mía. Esta flor es como mi alma; ensangrentada y, sin embargo, pura... Lea, dijo Jacobo asustado, pide un momento de descanso; no estás en posesión de ti misma... ¡! Jamás he estado más segura de mi... Es el acto de la muerte, Jacobo; verás qué bien le canto... Anda, vete á verme.

Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones.

Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar... Y el niño se calló, como asustado. ¿Qué cómico? exclamó el maestro.

¿Por qué? dijo asustado el joven. Porque he visto, he visto, ¿entiendes? a la señora Casilda entrar... repito que lo he visto... en casa de Esteven. ¡Tiíta Silda en casa de Esteven! exclamó Quilito, tan sorprendido que dió un salto y casi fué a dar de bruces en la hoguera.

Al cabo de media hora el mozo de cuadra, que había presenciado el encierro, movido de compasión, acercose a la puerta y miró por el ojo de la cerradura. Nada pudo ver. Llamó muy quedo. Josefina. La chica no respondió. Llamó más fuerte. El mismo silencio. Asustado, gritó y golpeó en la puerta con todas sus fuerzas sin obtener contestación.

¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa...! El carretero pensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír de tan buena gana soltó también la carcajada como un tonto... Allá le levantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podía amarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejó amarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa...

Roberto lo notó y exclamó muy asustado: Estás muy pálida, niña, ¿te has hecho daño? Dije que por señas, y agregué que aquello no era nada, que pronto pasaría.

Comenzó a sonar una campana; la gente fué afluyendo, primero, poco a poco, luego de golpe; los dos bancos destinados a los parientes y amigos se llenaron, y comenzó la misa. Yo estaba asustado; ya sabía que en el túmulo no había nadie; pero me parecia que allí dentro debía de estar agazapado el tío Juan con sus cadenas y sus letras ignominiosas en la espalda.

Don Germán asustado, confuso la instó para que se explicase. ¿Qué había pasado? ¿Había tenido algún disgusto con los criados? ¿Le habían dado algún susto? Elena callaba, llorando cada vez con más sentimiento. Al cabo profirió entre sollozos: No lo que tengo... nada me ha pasado... pero he sentido miedo de pronto... ¡un miedo tan horrible...! Pensé que no te volvería a ver más...